martes, 15 de mayo de 2012

Hay que ser imbécil


Hay que ser imbécil o creer que lo somos todos los demás para afirmar que los recortes y las reformas en el Sistema Educativo Público no afectan a la calidad de la enseñanza.

Hay que ser imbécil para sostener que aumentando el número de alumnos por clase puede mantenerse la “enseñanza personalizada” que todavía se exige. Que es posible seguir manteniendo una atención adecuada a la diversidad del alumnado reunida en un aula, incluyendo a alumnos con necesidades especiales de apoyo educativo. Hay que ser imbécil para seguir diciendo que con más alumnos y menos profesores puede seguir atendiéndose a cada alumno según sus necesidades.

Hay que ser imbécil para no entender que con menos profesores y más alumnos muchos recursos esenciales se resienten o simplemente queden desatendidos. Porque si, además se ha ampliado el horario lectivo de los profesores, no pueden éstos ocuparse de la biblioteca, ni preparar prácticas de laboratorio, ni pueden cubrirse las ausencias de los profesores que acompañan a los alumnos en las actividades extraescolares por lo que muchos Centros han optado por eliminarlas. Y si no hay profesores de apoyo, ¿quién se atreverá a llevar a más de 30 adolescentes a un laboratorio, o a un taller, repletos ambos de sustancias y herramientas peligrosas?

Hay que ser imbécil para no entender que dos horas lectivas más no son sólo dos horas más de trabajo. Puede suponer un grupo de alumnos más, en muchos casos una materia más, y por tanto un aumento de horas en preparación, en corrección de ejercicios, cuadernos, exámenes; y  en reuniones de coordinación y evaluación.

Hay que ser imbécil para no entender que dos horas lectivas más a cada profesor, por sistema y sin excepción, obliga a muchos de ellos a asumir materias para las que ni siquiera son afines. Antes de la reforma muchos departamentos didácticos ya tenían que cargar a alguno de sus miembros con 20 o 21 horas de clase, pero de las materias propias de cada departamento. Ahora, al hacerlo por sistema con toda la plantilla, muchos departamentos que no tienen suficiente carga horaria tienen que asumir materias de otros, y así puede darse la paradoja de que en un Instituto un profesor de Música imparta Historia o Francés, y en otro, el profesor de Francés, tenga que enseñar Música, Historia o Ciencias Naturales.

Hay que ser imbécil para afirmar que con una reducción drástica del presupuesto asignado a cada Centro se puede seguir manteniendo la calidad de la enseñanza, aunque se le pague mal y con bastante retraso. Este invierno en muchos institutos sólo tenían presupuesto para calefacción, luz y teléfono. Otros muchos ni siquiera podían cubrir estos gastos corrientes. ¿Cómo pensar entonces en hacer fotocopias, reponer material dañado por el uso, comprar libros, o adaptar el Centro a las nuevas tecnologías comprando ordenadores, proyectores…? La tecnología más avanzada que podemos encontrar todavía en la gran mayoría de las aulas consiste en una pizarra y una tiza. ¡Y todavía se acusa a los profesores de impartir clase con métodos del siglo XIX!

Hay que ser imbécil o no tener ni puñetera idea de educación, o mucha malicia, para sostener que la calidad de la educación depende sólo de los profesores y de lo bien o mal pagados que estén. Como si los profesores tuvieran poder para decidir el número y el tipo de alumnos que tienen en clase, o el número de horas que necesitan para impartir su materia, o la cantidad de materia que se puede o se debe impartir. Y como si pudieran decidir y obtener por sí mismos los recursos materiales que necesitan.

No creo que el señor Wert sea imbécil. Es peor, porque está siguiendo un política deliberada de acoso y derribo de la Educación Pública. Al igual que Napoleón, del que se habla mucho estos días, nuestro gobierno desconfía del talento si ha salido de las clases humildes porque la pobreza unida a la inteligencia es un fermento revolucionario. Y así, la política que el señor Wert tiene en la cabeza para la Enseñanza Pública tiene más de degradación que de educación, y con un objetivo muy claro. En la antigua Grecia había un padre avaricioso que quería ahorrar en la educación de su hijo. Le preguntó el susodicho a Aristipo, discípulo del gran Sócrates, cuánto pedía por la educación de su vástago. Al oír la cantidad de mil dracmas el hombre exclamó muy ufano que por esa cantidad podía comprar un esclavo para hacer ese trabajo. A lo que Aristipo le replicó: Entonces tendrás dos esclavos, tu hijo y el que compres.

4 comentarios:

  1. Nunca han creído en lo público. No lo conocen, ni saben para que sirve, ni por quien ni para quien se creó. No creen en la igualdad de oportunidades, ni saben muy bien en qué consiste. Su soberbia, su malicia, su bajo concepto de democracia les ciega y les lleva a practicar la filosofía más determinista y excluyente.

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  2. Tan bajo como vacío. Esta es la gran paradoja de la democracia, que es capaz de poner lo público en manos de quien no cree ni quiere que haya sector público, pues es inversamente proporcional al negocio privado. Pero la democracia es así, permite que una masa de corderos ignorantes entregue las llaves del corral a los lobos.

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  3. Somos,efectivamente, víctimas de una imbecilidad que cree que somos tan imbéciles como para creernos que si reducen los recursos de la escuela pública creeremos que la están favoreciendo. Tenemos un ministro que nos ofende con sus palabras y, más aún, con sus hechos. ¿Cuándo van a aprender nuestros políticos que decir la verdad, ser decentes y dirigir mensajes inteligentes a la población les hace creíbles y valiosos antes los ciudadanos?

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  4. Quizá aquí falle la mayor. Para lanzar mensajes inteligentes hay que ser inteligente. Si nuestros ministros lo son los disimulan muy bien, o quizá lo son en la intimidad. También es probable que se ciñan a su argumentario, tan vacío como su programa. No hay más que oír a la Cospedal. También debe ser incompatible en este país la condición de político con la de decir la verdad y ser decentes...pero sí, lo que más indigna es que sea precisamente el imbécil quien quiera hacernos creer a los demás que hay que creer en sus estupideces como si fuesen dogmas de fe.

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