Por todo lo expuesto hasta ahora,
parece evidente que en democracia es muy difícil, yo diría que imposible, que
estalle una revolución. Porque los mecanismos de prevención establecidos por el
propio sistema funcionan, pues una inmensa mayoría de ciudadanos engañada por
las apariencias de la democracia considera la revolución innecesaria. Incluso
con un deterioro constante de sus condiciones de vida es muy difícil que en un
corto periodo de tiempo recupere un nivel de conciencia y de iniciativa
suficientes como para levantarse contra un gobierno que cree fue elegido
democráticamente. Nos hemos creído demócratas, y como tales hemos aceptado con
resignación la decisión de la mayoría. Toca aguantar y esperar a las próximas elecciones
para contribuir con nuestro voto a un cambio de rumbo en la situación política.
Mientras tanto, siempre podemos ejercer nuestro derecho a la protesta acudiendo
a las manifestaciones, creyendo igualmente que en democracia es el único medio
legítimo para dar rienda suelta a nuestro enfado contra el gobierno. Además, el
ciudadano, el pueblo, necesita creer en la democracia, porque cree que su
propia situación socioeconómica está tan vinculada a ella que cualquier
movimiento de masas que la haga temblar repercutirá inevitablemente en su modo
de vida. La clase media es conservadora, quiere conservar lo que tiene, lo que
ha conseguido, y para ello necesita creer en la democracia.
El bipartidismo que se consolida por
todas partes es una consecuencia clara de esa necesidad. El voto de esta masa
sin definición ideológica bascula sin problemas de un lado a otro según le
empujen el último titular, el último desengaño o el último escándalo. Hasta el
momento los tres mecanismos de prevención han funcionado, y seguirán
funcionando siempre que el capitalismo cuide la máscara de la democracia y
cuide a la clase media que le sirve de sostén.
Pero otros muchos ciudadanos han
visto con esta crisis lo que realmente se oculta detrás de la máscara y han
gritado y pedido una Democracia real ya.
A estos ciudadanos el propio sistema los ha llamado antisistema, equiparándolos
despectivamente a delincuentes comunes y asociándolos a la violencia de estos
últimos. Y muchos otros ciudadanos han caído en la trampa del lenguaje, como
cayeron en el pozo de la verborrea económica para aceptar sin rechistar el
recorte de sus derechos.
Pero hay que seguir insistiendo, hay
que seguir diciendo donde y cuando se pueda que la revolución, o, mejor, la
cada vez más deseable y necesaria insurrección ciudadana es precisamente para
defender la democracia, para exigir bastante más democracia y bastante menos
corrupción y egoísmo en el sistema.
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