Hay
que ser imbécil o creer que lo somos todos los demás para afirmar que los
recortes y las reformas en el Sistema Educativo Público no afectan a la calidad
de la enseñanza.
Hay que ser imbécil para sostener
que aumentando el número de alumnos por clase puede mantenerse la “enseñanza personalizada” que todavía se
exige. Que es posible seguir manteniendo una atención adecuada a la diversidad
del alumnado reunida en un aula, incluyendo a alumnos con necesidades
especiales de apoyo educativo. Hay que ser imbécil para seguir diciendo que con
más alumnos y menos profesores puede seguir atendiéndose a cada alumno según sus necesidades.
Hay que ser imbécil para no entender
que con menos profesores y más alumnos muchos recursos esenciales se resienten
o simplemente queden desatendidos. Porque si, además se ha ampliado el horario
lectivo de los profesores, no pueden éstos ocuparse de la biblioteca, ni
preparar prácticas de laboratorio, ni pueden cubrirse las ausencias de los
profesores que acompañan a los alumnos en las actividades extraescolares por lo
que muchos Centros han optado por eliminarlas. Y si no hay profesores de apoyo,
¿quién se atreverá a llevar a más de 30 adolescentes a un laboratorio, o a un
taller, repletos ambos de sustancias y herramientas peligrosas?
Hay que ser imbécil para no entender
que dos horas lectivas más no son sólo dos horas más de trabajo. Puede suponer
un grupo de alumnos más, en muchos casos una materia más, y por tanto un
aumento de horas en preparación, en corrección de ejercicios, cuadernos,
exámenes; y en reuniones de coordinación
y evaluación.
Hay que ser imbécil para no entender
que dos horas lectivas más a cada profesor, por sistema y sin excepción, obliga
a muchos de ellos a asumir materias para las que ni siquiera son afines. Antes
de la reforma muchos departamentos didácticos ya tenían que cargar a alguno de
sus miembros con 20 o 21 horas de clase, pero de las materias propias de cada departamento.
Ahora, al hacerlo por sistema con toda la plantilla, muchos departamentos que
no tienen suficiente carga horaria tienen que asumir materias de otros, y así
puede darse la paradoja de que en un Instituto un profesor de Música imparta
Historia o Francés, y en otro, el profesor de Francés, tenga que enseñar
Música, Historia o Ciencias Naturales.
Hay que ser imbécil para afirmar que
con una reducción drástica del presupuesto asignado a cada Centro se puede
seguir manteniendo la calidad de la enseñanza, aunque se le pague mal y con
bastante retraso. Este invierno en muchos institutos sólo tenían presupuesto
para calefacción, luz y teléfono. Otros muchos ni siquiera podían cubrir estos
gastos corrientes. ¿Cómo pensar entonces en hacer fotocopias, reponer material
dañado por el uso, comprar libros, o adaptar el Centro a las nuevas tecnologías
comprando ordenadores, proyectores…? La tecnología más avanzada que podemos
encontrar todavía en la gran mayoría de las aulas consiste en una pizarra y una
tiza. ¡Y todavía se acusa a los profesores de impartir clase con métodos del
siglo XIX!
Hay que ser imbécil o no tener ni
puñetera idea de educación, o mucha malicia, para sostener que la calidad de la
educación depende sólo de los profesores y de lo bien o mal pagados que estén.
Como si los profesores tuvieran poder para decidir el número y el tipo de
alumnos que tienen en clase, o el número de horas que necesitan para impartir
su materia, o la cantidad de materia que se puede o se debe impartir. Y como si
pudieran decidir y obtener por sí mismos los recursos materiales que necesitan.
No
creo que el señor Wert sea imbécil. Es peor, porque está siguiendo un política
deliberada de acoso y derribo de la Educación Pública. Al igual que Napoleón, del que se
habla mucho estos días, nuestro gobierno desconfía del talento si ha salido de
las clases humildes porque la pobreza unida a la inteligencia es un fermento
revolucionario. Y así, la política que el señor Wert tiene en la cabeza para la
Enseñanza Pública tiene más de degradación que de educación, y con un objetivo
muy claro. En la antigua Grecia había un padre avaricioso que quería ahorrar en
la educación de su hijo. Le preguntó el susodicho a Aristipo, discípulo del
gran Sócrates, cuánto pedía por la educación de su vástago. Al oír la cantidad
de mil dracmas el hombre exclamó muy ufano que por esa cantidad podía comprar
un esclavo para hacer ese trabajo. A lo que Aristipo le replicó: Entonces tendrás dos esclavos, tu hijo y el
que compres.
Nunca han creído en lo público. No lo conocen, ni saben para que sirve, ni por quien ni para quien se creó. No creen en la igualdad de oportunidades, ni saben muy bien en qué consiste. Su soberbia, su malicia, su bajo concepto de democracia les ciega y les lleva a practicar la filosofía más determinista y excluyente.
ResponderEliminarTan bajo como vacío. Esta es la gran paradoja de la democracia, que es capaz de poner lo público en manos de quien no cree ni quiere que haya sector público, pues es inversamente proporcional al negocio privado. Pero la democracia es así, permite que una masa de corderos ignorantes entregue las llaves del corral a los lobos.
ResponderEliminarSomos,efectivamente, víctimas de una imbecilidad que cree que somos tan imbéciles como para creernos que si reducen los recursos de la escuela pública creeremos que la están favoreciendo. Tenemos un ministro que nos ofende con sus palabras y, más aún, con sus hechos. ¿Cuándo van a aprender nuestros políticos que decir la verdad, ser decentes y dirigir mensajes inteligentes a la población les hace creíbles y valiosos antes los ciudadanos?
ResponderEliminarQuizá aquí falle la mayor. Para lanzar mensajes inteligentes hay que ser inteligente. Si nuestros ministros lo son los disimulan muy bien, o quizá lo son en la intimidad. También es probable que se ciñan a su argumentario, tan vacío como su programa. No hay más que oír a la Cospedal. También debe ser incompatible en este país la condición de político con la de decir la verdad y ser decentes...pero sí, lo que más indigna es que sea precisamente el imbécil quien quiera hacernos creer a los demás que hay que creer en sus estupideces como si fuesen dogmas de fe.
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