A cambio de retrasar un año la
reducción del déficit hasta el 3% Europa nos exige más sacrificios y más
recortes, que se sumarán a los que ya se han hecho y se seguirán haciendo, pues durante esta legislatura el
gasto público seguirá descendido hasta situarse en el 37,7 del PIB en 2015,
niveles sólo equivalentes a la España de los años ochenta, con lo que habríamos
retrocedido en bienestar social unos 30 años. Además, según el ministro de Economía,
en 2016 España habrá alcanzado el objetivo tan ansiado por la ortodoxia
neoliberal del déficit 0. Bravo. ¿Cuánto nos costará el déficit 0? No digo a
España, sino a los españoles, ¿cuánto nos costará?
No conozco ninguna unidad económica,
grande o pequeña, que equilibre sus cuentas hasta llegar al déficit 0.
Imaginemos nuestras economías domésticas. Para empezar, si no nos hubiéramos
endeudado ya casi de por vida estaríamos en la calle porque no podríamos haber
adquirido nuestras viviendas. Es evidente que nuestro nivel de endeudamiento es
soportable porque hemos tenido en cuenta los ingresos y el tiempo que
necesitamos para devolver las deudas adquiridas. Pero si se nos exigiese devolver todo lo que
debemos en dos o tres años es evidente que no podríamos, ni aunque recortásemos
nuestros gastos de luz, gas, teléfono, calefacción, y otras muchas cosas, lo
único que conseguiríamos realmente es recortar el bienestar de los que vivimos
bajo el mismo techo.
En un Estado el déficit 0 es un
absurdo desde el punto de vista económico. Porque un Estado debe procurar el
bienestar de sus ciudadanos y para ello tiene que promover, crear, mantener y
mejorar las infraestructuras y servicios básicos que su población necesita. Y
es completamente razonable hacer repercutir sobre la generación presente y las
futuras el coste de estos servicios a través de los impuestos y la deuda
adquirida que habrían de pagar, de la misma manera que también se beneficiarían
del nivel de bienestar social alcanzado por el Estado con estas inversiones.
Como denuncia el premio Nobel Paul
Krugman, la obsesión por recortar el gasto público sólo conduce a agravar
la depresión y a contraer el consumo y la producción. Los ingresos del Estado
también caen con lo que se agudiza el problema que se quería evitar, pues las
deudas del Estado y las dificultades para pagarla aumentarán en la misma
proporción.
Pero, además, el déficit 0 es una
barbaridad desde el punto de vista político. Porque un Estado no es una empresa, no es un negocio y no debe ahorrar dinero
a costa del bienestar de sus ciudadanos. Pretender esto es confundir
dramáticamente los medios con los fines. Casi da pudor tener que decir estas
cosas, así que dejaré que lo haga una voz más autorizada: El dinero sólo es importante por lo que nos puede proporcionar. Lo
escribió Keynes en 1923. El dinero
no es, no debería ser un fin en sí mismo. El dinero debería ser el medio para
adquirir bienes, materiales y servicios, que hagan más fácil y cómoda la vida
de las personas. Pero esta Europa de mierda, digo de mercaderes, no conociendo
el valor de nada, ha puesto precio a todo, y para ella lo que menos vale son
las personas. Y exige la entrega inmediata de su dinero. El problema, por tanto, no es el déficit, sino la exigencia de
rebajarlo en tiempo y cantidad de manera inflexible y suicida para los Estados,
que han accedido a saquear a sus propios ciudadanos y a desmantelarse a sí
mismos para poder saldar las deudas.
Reducir el gasto público es reducir
el propio Estado. Reducir servicios
sociales y despedir a funcionarios es vender el Estado y hacer negocio con las
necesidades de las personas. ¿Pero qué coño es un funcionario, sino un
trabajador del Sector Público, un ciudadano que trabaja para el bienestar de
otros ciudadanos? Un funcionario es un
trabajador al servicio del Bien Común. ¡Basta ya de estereotipos estúpidos
sobre los funcionarios! Si estamos en un andén esperando el metro ¿cuánto
queremos esperar, 5 minutos, 10, 1 hora? Si estamos en la sala de espera de un
Centro de Salud, ¿cuánto queremos esperar para ser atendidos?
Accedamos. Hagámoslo. Despidamos a
todos los funcionarios, sin excepción. Váyanse a la puta calle todos los
conductores del metro, los del autobús y los trenes. Todos los médicos,
enfermeros, celadores, cerremos todos los hospitales; despidamos a los
carteros, a los bomberos, a la policía, a los barrenderos y a los que recogen
las basuras, a los asistentes sociales, a los abogados de oficio, a los jueces,
a los funcionarios de prisiones, a los maestros y maestras de todos los niveles
educativos, cerremos todas las escuelas y universidades públicas; no gastemos
un puto euro en carreteras, ni en ferrocarriles, ni en mantenimiento de
infraestructuras de ningún tipo. Y no nos olvidemos de despedir a todos los
políticos, diputados, senadores, ministros, y hasta el presidente del gobierno,
porque, ¿no son todos ellos también funcionarios? ¿No ahorraríamos un montón de
dinero al Estado, al país? Pero, ¿qué país? ¿Acaso ha quedado algo de él? Nada,
sólo un solar vacío y listo ya para privatizar. Habríamos pasado de ser ciudadanos con derechos a clientes con
obligación de pagar hasta por el aire que respiramos.
Sólo le veo una cosa buena. ¡Ya no
tendríamos que seguir pagando impuestos! ¿O sí? A pesar de haber desmantelado
todos los servicios, de haber vendido el Estado, ¿seguirían los mercaderes
obligándonos a pagar impuestos? ¿Para qué? ¿Para saldar las deudas contraídas entre
los bancos, cubrir sus pérdidas y pagar las jubilaciones millonarias de los
banqueros?