Es posible que parezca un poco exagerado el título de esta entrada. Un poco de paciencia para seguir el hilo argumental y la verdad aparecerá con poco esfuerzo.
Como es bien sabido, nuestras democracias se levantaron sobre tres pilares: Soberanía nacional, separación de poderes e igualdad ante la ley. Nunca, en ningún momento de la historia puede decirse que alcanzó ninguno de los tres el desarrollo y la perfección que se les auguraba en la teoría política de la Ilustración. Pero, sin duda alguna, es la Soberanía Nacional el concepto que más se ha corrompido desde entonces, del que más se ha abusado, retorciendo tanto su significado, que ha dejado de ser el mejor arma del pueblo para convertirse en la mejor arma contra él mismo. Los políticos de hoy hablan de Soberanía Nacional como los déspotas de antaño hablaban de Soberanía Divina, como si el poder recibido del pueblo fuese igualmente sacrosanto y absoluto, que les permitiese incluso utilizarlo contra aquellos que se lo dieron. Algunos de nuestros presidentes autonómicos se refugiaron abiertamente en el respaldo electoral obtenido en las urnas para justificar sin ningún pudor sus corruptelas, como si el haber ganado unas elecciones les eximiese ya de cualquier responsabilidad penal por sus delitos. Otros no lo proclaman tan abiertamente, pero ejercen el poder de la misma manera. Por eso debemos volver a utilizar el concepto original, el de Pacto o Contrato Social, según lo definieron en su momento John Locke y Rousseau. Tiene la ventaja de recordar a los gobernantes quién y para qué se les ha elegido, y sobre todo que quien confiere el poder, el contratante, puede igualmente retirarlo si el contratado traiciona el cometido que se le encomendó.
Recordemos brevemente en qué consiste el Contrato Social: Antes de la sociedad civil, antes de la formación del Estado, cada hombre en su estado natural tenía poder para defender con la fuerza su vida, su libertad, su seguridad y sus propiedades. Pero esta vida estaba llena de peligro, de sobresaltos, porque nada ni nadie impedía al fuerte aprovecharse del débil. En este mundo la fuerza era la única ley. De modo que los hombres decidieron renunciar cada uno a su fuerza particular y cederla a unos representantes para que, con la fuerza común así reunida, fuesen los encargados de defender el bienestar de todos y cada uno de los individuos. Esa fuerza común que obliga a todos los asociados tomó forma de ley, y así, la ley era ahora la única fuerza, y la barbarie dio paso a la sociedad civil y política.
Ahora bien, nadie es tan estúpido como para conceder a otra persona un poder ilimitado sobre la vida y los bienes de uno mismo. El poder que ostentan nuestros representantes es un poder consentido (nosotros los hemos elegido), limitado (el gobierno no puede tener más poder sobre mí que el que yo mismo le otorgo, por ejemplo, mi conciencia sigue siendo mía y nadie puede decirme qué debo pensar o qué debo creer) y encaminado a la consecución de ciertos fines (a gobernar y legislar para la conservación de nuestros derechos), y solo en el estricto respeto y cumplimiento de estas cláusulas de nuestro contrato el poder del gobierno es legítimo. En caso contrario su gobierno es ilegítimo, porque, en palabras de Locke, jamás puede tener el derecho de destruir, esclavizar o empobrecer premeditadamente a los súbditos. ¿Cómo creer que los hombres formaran Estados, que les entregaran una fuerza enorme para ejercer su voluntad, de forma arbitraria y sin límite alguno? De ser así estaríamos peor aún que en el estado de barbarie inicial porque habríamos armado a unos pocos hombres, sigo citando a Locke, con el poder conjunto de toda una muchedumbre y con fuerza para obligarnos a obedecerlos según su capricho.
Analicemos ahora lo que la crisis ha puesto de manifiesto en Europa. ¿Cuántas veces nos han dicho nuestros gobernantes que no tienen más remedio que tomar las mediadas que toman que a ellos tampoco les gustan, pero que no tienen más remedio que adoptarlas a pesar de ser duras e impopulares? (recortes en servicios públicos, subida de impuestos, bajada generalizada de salarios a todos los funcionarios menos a ellos mismos, entregar a los empresarios un poder omnímodo sobre los trabajadores, o el blanqueo oficial del dinero defraudado y el perdón a los defraudadores que supone la llamada amnistía fiscal). ¿Por qué todas las políticas y “ajustes” económicos que nos restan derechos y nos empobrecen al resto de ciudadanos se hacen exclusivamente para recuperar la confianza de los mercados? ¿Por qué rompió a llorar la ministra de trabajo italiana, Elsa Fornero, cuando anunciaba los recortes en su país? No hay más ciego que el que no quiere ver. ¿Alguien duda todavía de qué intereses defienden nuestros gobiernos y a quién representan?
Por si acaso, digámoslo claro: El pueblo de Europa no tiene quien le represente ni quién le defienda. Sólo ha elegido a sus verdugos. Los gobiernos de Europa representan a los “mercados” y son sus intereses los que defienden. Bancos nacionales y privados, inversores-especuladores, ladrones todos de guante blanco y de grandes cantidades usan la fuerza legal de los gobiernos de Europa para cobrarse la deuda, o para que sus beneficios disminuyan lo menos posible. Los gobiernos han renunciado a defender a sus ciudadanos, y usan la fuerza en contra del mismo pueblo que se la dio para defender a los mercados. Son así usurpadores, ladrones de la Soberanía Nacional. Más se parecen nuestros gobernantes a los sicarios y matones que se envían para atemorizar a las pobres gentes y sacarles hasta el último céntimo que se le debe al mafioso (perdón, a los “mercados”). Y si cuestionamos, dudamos o nos negamos, nos amenazan con la posibilidad de que sea el mismo Capo quien venga a ponernos boca abajo para vaciarnos los bolsillos: “Como vengan otros a hacer los presupuestos va a ver usted lo que es un ajuste de cuentas". Esto lo dijo nuestro ministro de Economía Luís de Guindos, hasta hace poco miembro de la banda de Lehman Brothers. Es así como enfermos, minusválidos, viudas y viudos, niños, maestras y maestros, ancianos, jubilados, profesores, médicos, administrativos, enfermeras y enfermeros, celadores, conductores de ambulancia, de metro, de tren, de autobús, policías municipales y nacionales, bomberos, abogados de oficio, asistentes sociales, jueces, trabajadores todos, asalariados, debemos rebuscar en nuestros bolsillos, renunciar a nuestro bienestar y nuestro futuro para pagar a los bancos y a los especuladores, que son una y la misma cosa, porque, ya se sabe, la banca nunca pierde.
Guau! Más claro imposible
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