domingo, 11 de mayo de 2014

Naciones establo (I): El mercado nacional

Decía Milton Friedman que, “sobre inmigración, cuanto menos se diga, mejor”. No sé si es un buen o mal consejo, pero sí revela mucho temor, temor a poner de manifiesto las contradicciones y las paradojas del sistema capitalista, que muchos fundamentalistas del libre mercado defienden a capa y espada salvo cuando se trata de aplicar los mismos principios a la mano de obra.  Y es que, el recelo hacia el inmigrante vuelve a resurgir con fuerza en Europa a causa de la crisis, incluso hacia los propios “ciudadanos” europeos que, como tales, deberían moverse libremente por la Unión Europea. A menudo el recelo hacia el inmigrante se esconde detrás de un economicismo aparentemente incontestable y neutral que podría formularse así: “La inmigración es un instrumento del Capital para empeorar las condiciones laborales de los trabajadores en los países desarrollados. Es la ley de la oferta y la demanda. Cuantos más trabajadores de bajos salarios haya en la economía nacional, más acusada será la competencia, y peores condiciones laborales habrá que aceptar para ser competitivos”. Quienes así se expresan parecen querer olvidar los efectos de la economía global sobre el mercado de trabajo porque, como veremos, la inmigración en absoluto es una condición necesaria ni suficiente para socavar los derechos laborales de los trabajadores de los países desarrollados. Lo que sí parece claro es que la inmigración es un medio, uno más en la estrategia del Sistema para dividir a los trabajadores y enfrentarlos entre sí, debilitarlos, y así desactivar cualquier intento de lucha colectiva para mejorar sus condiciones y sus derechos laborales. Si estuviéramos en la época de Marx diríamos simplemente que con ello se pretende erradicar la conciencia de clase y sustituirla por una conciencia nacionalista que, como ha demostrado suficientemente la historia, la pasada y la reciente, por su carácter pasional e irracional es mucho más manejable. Los que han asumido el discurso economicista de antes quizá no sepan que han caído en la trampa que pretendían sortear. Porque su animadversión no se dirige contra el sistema capitalista, sino contra “otros” trabajadores.

En toda nación hay dos establos. En ellos se guarda lo que Marx llamaría “ejército industrial de reserva”, mano de obra siempre disponible y que “pertenece al capital de un modo tan absoluto como si se criase y se mantuviese a sus expensas”. Puede decirse que el primer establo es propio, “nacional”, y está formado por aquellos obreros aparcados momentánea o estructuralmente para la producción directa, pero que el sistema ha encontrado otra función igual de útil. El otro establo pasa más desapercibido porque sus límites son los de la propia nación. Es el resultado lógico de una economía globalizada que ha borrado las fronteras para el capital pero que las mantiene o las eleva para las personas con el fin de mantener las reservas de mano de obra.

En este primer artículo nos ocuparemos solo del “mercado nacional”. Habría que empezar recordando que el “mercado laboral” no es un mercado al uso, en el que puedan concurrir libremente oferta y demanda. De ser así, aún tendríamos horarios de 16 horas diarias, trabajo infantil desde los 4 años de edad, y ningún sistema de protección social. Al menos en Occidente, hace ya tiempo que los gobiernos se dieron cuenta de que debían intervenir y establecer leyes contra la explotación laboral: jornadas razonables, salarios mínimos, sindicación y negociación colectiva y sectorial, cláusulas de revisión salarial para ajustar el sueldo al IPC, trabas a los despidos colectivos, protección al desempleo…. Que todos estos derechos laborales se hayan conseguido gracias a la presión ejercida a los gobiernos por los obreros desde abajo, no significa que el gobierno no pueda volver a desmantelarlos si sufre suficiente presión por el capital desde arriba, o si, simplemente asume sus intereses y se siente identificado con ellos. Sólo le hace falta debilitar la presión que puedan ejercer los trabajadores y encontrar un motivo para hacerlo, y los momentos de crisis son los más adecuados.

Para debilitar a los trabajadores y desactivar la presión que puedan ejercer para defender sus derechos, el sistema se ha valido siempre de diferentes instrumentos. El paro es sin duda el más poderoso (fig.1). Los altos niveles de desempleo han funcionado como la coartada perfecta para acometer reformas laborales que, en realidad, no han servido para otra cosa que para trasladar el coste de la crisis a los trabajadores e ir minando progresivamente los derechos alcanzados en el Estatuto firmado en 1980.

Fig.1: Tasa de paro en España, 1992-2010
La primera reforma importante tuvo lugar en 1984. Entonces, España tenía un nivel de desempleo del 21,08%. La reforma tenía por objeto la “lucha” contra el paro fomentando la contratación temporal, incluso para empleos reconocidos como de naturaleza permanente. El resultado fue un aumento de la tasa de temporalidad del 15% al 40% en los años siguientes, aunque se ha estabilizado en la actualidad en torno al 30%. Durante el período 1985-1993 la contratación temporal creció un 73% y dentro de ellos, el contrato de fomento al empleo, creció en sólo cuatro años más de un 150% (Las reformas laborales en España y su impacto real en el mercado de trabajo en el período 1985-2008, Cátedra SEAT de Relaciones Laborales – IESE). Entonces, como ahora, la resistencia a la reforma laboral se desactivaba apelando a la solidaridad exigida al empleado para con el desempleado, de manera que los sindicatos debían aceptarla o eran acusados de defender a los primeros “en contra” de los segundos. Hoy ocurre lo mismo y se esgrimen las mismas consignas. "Preferimos tener un trabajador temporal antes que a un parado", dijo en 2011 el entonces ministro de trabajo socialista Valeriano Gómez para justificar la reforma laboral de ese año.

La reforma de 1984 no sirvió para bajar las cifras del paro, (bajó hasta el 16% en 1990 para volver a subir desde entonces, en 1994 ya era del 24%), pero sí para introducir una dualidad en el mercado laboral al crear un “mercado” de contratos indefinidos y otro de contratos temporales. División perfecta para provocar nuevos enfrentamientos entre los trabajadores, ya que todas las reformas laborales emprendidas desde 1984 tenían como finalidad esencial eliminar las barreras a los despidos en los empleos indefinidos e igualar las condiciones de éstos con los temporales. Y todavía hoy, como entonces, se pretende “combatir” el paro y “salir” de la crisis precarizando el empleo y exigiendo sacrificios sólo a los trabajadores; ahora, a los que disfrutan del inestimable “privilegio” de ocupar un empleo indefinido. Así, tal cual, lo dijo Joan Rosell en agosto de 2013. El presidente de la CEOE abogaba por retirar a los contratos indefinidos algunos de sus "privilegios" e incrementar las ventajas para los contratos temporales que, según confesaba, suponían el 90% de la contratación. Pero aseguraba que su propuesta tenía pocas posibilidades de salir adelante pues los trabajadores indefinidos no lo aceptarían. En enero de 2014 volvía Joan Rosell a insistir en el mismo mensaje: "Ojalá convenciéramos a los que tienen contrato indefinido de que se bajaran ciertos de sus derechos para que los pudiéramos incrementar a los temporales". Pero el jefe de la patronal incrementaba la presión sobre los trabajadores con nuevos avisos, pues, a pesar de que la reforma aprobada por el gobierno popular en 2012 es la más dura de las aprobadas hasta el momento, Rosell, aseguraba que no será la última: "Ni mucho menos. Vamos a tener muchas, todas las que sean necesarias, porque tenemos que adaptar la legalidad a la realidad…"

El objetivo de las futuras reformas ya está fijado. Acabar con todas las modalidades de contrato y sustituirlo por uno solo. Según el comisario europeo de Empleo, Asuntos Sociales e Inclusión, László Ándor, se conseguiría así dar oportunidades a la juventud que, si no encuentra trabajo, se debe a las dificultades que existen en los mercados laborales donde hay un empleo excesivamente protegido, el de los contratos indefinidos, frente al de los temporales (El Mundo, 13/5/2013). Se trataría de un contrato uniforme con una indemnización por despido inicialmente baja pero que iría incrementándose gradualmente, "de manera que se reduzca la brecha existente en materia de protección laboral entre contratos temporales e indefinidos, que contribuiría a integrar a los trabajadores jóvenes e inmigrantes en el mercado de trabajo”. En esta recomendación de la OCDE (El País, 21/2/2014) aparecen ya otros colectivos de trabajadores a los que se pretende enfrentar cerrando el circuito de todos los enfrentamientos posibles; empleados contra parados, indefinidos contra temporales, nacionales contra extranjeros.

El año pasado, un informe del Consejo Empresarial para la Competitividad aseguraba que el alto índice de desempleo en nuestro país se debía al aumento de la población activa en la última década, y señalaba a los inmigrantes como los culpables de ese incremento, de tal manera que, sin los inmigrantes, la tasa de paro “teórica” sería del 11,6%. Todos los medios conservadores se apresuraron a difundir la noticia conduciendo al lector hacia la única conclusión posible. En “España sobran extranjeros”, es más, en España “siempre” sobraron los extranjeros. Evidentemente, en ninguna de estas noticias se hacía referencia a la contribución de los extranjeros a la economía española durante los años previos a la crisis.

Fig.2: Creación de empleo por sectores entre 2001 y 2005
Es evidente que ahora, con la crisis, la tasa de paro de los extranjeros supera a la de los españoles, 36,5% frente al 24,2% porque, entre otras cosas, los sectores en los que ellos eran mayoría han sido los más castigados por la crisis. Pero si cogemos el número total de parados los extranjeros suponen solo el 20,4% frente al 79,6% de españoles (enero 2013). Parece, pues, demasiado simple, o sólo simplemente malintencionado, culpar a los inmigrantes del elevado índice de paro actual. Si la relación fuera tan directa como se pretende, ¿cómo explicar los índices de desempleo de 1985 (21,48%) cuando en España apenas había 240.000 inmigrantes? ¿O el desempleo de 1994 (24%,), cuando había 461.400 inmigrantes? Por otro lado, parece que hemos olvidado que la “inmigración laboral” no es un fenómeno que se comporte irracionalmente, sino que, como es lógico, acude allí donde se demanda empleo y se le “reclama”, y la España de la última década, la España de la burbuja inmobiliaria reclamaba mucha mano de obra. En 2010 los extranjeros residentes en España eran algo más de 5,7 millones de personas. El 85% de esa inmigración llegó a España entre los años 2000 y 2009. En esos años el paro bajó hasta el 8,3% en 2007, cuando el número de extranjeros superaba ya los 4,5 millones. Entre los años 2000 y 2007 se crearon 4,85 millones de empleos, de los que 2,3 millones fueron ocupados por españoles. La construcción fue sin duda el sector de “reclamo”. En 2007, 1 de cada 5 inmigrantes estaba ocupado en esta actividad. Los demás, en comercio, hostelería, industria, servicio doméstico, agricultura y pesca (fig.2). En estas seis actividades estaba ocupado el 73% de los inmigrantes (Trayectorias laborales de los inmigrantes en España, Obra Social ”la Caixa”, 2011). Son estos también los años de mayor crecimiento de la economía española, un modelo de crecimiento que, sin duda, hoy sabemos que era equivocado, pero un crecimiento del que todo el mundo se vanagloriaba. Según un informe de la Oficina Económica de la Presidencia del Gobierno publicado en 2006, el crecimiento económico en términos de PIB estaba entre el 3% y el 4% desde 1996, es más, “el 30% del crecimiento del PIB de la última década cabe ser asignado al proceso de inmigración, y este  porcentaje se eleva hasta el 50% si el análisis se limita a los últimos cinco años”. Un informe de la Caixa confirmaba que “el crecimiento diferencial de España se explica de forma significativa por el rápido crecimiento de su población activa, gracias, sobre todo, a dos factores: la inmigración y el ingreso masivo de la mujer al mercado de trabajo». («Economía española y contexto internacional» Informe semestral I, Julio 2006). Este último fenómeno ilustra cómo, no sólo la inmigración es compatible con el descenso de la tasa de desempleo, sino que la inmigración misma puede crear puestos de trabajo para los nativos al sustituirles en actividades no remuneradas (como las “amas de casa”) o de aquellos empleos peor pagados. Así, entre el año 2005 y el 2008, la tasa de actividad de los varones españoles había crecido ligeramente (66,79% en 2005, frente a 67,54% en 2008), mientras que la de las mujeres españolas había subido casi cuatro puntos, desde el 44,07% en 2005 al 47,80% de 2008 (EPA, 2008).

La explicación a esta compatibilidad entre un cierto nivel de paro estructural nativo (en España entre el 7 y el 8%) y la demanda de mano de obra extranjera se encuentra en la propia economía de los países industrializados, en donde se ha desarrollado un mercado laboral dual o segmentado; uno, de empleos que reclaman los nativos, bien remunerados, de media y alta cualificación; y otro de empleos reservados a los extranjeros porque son empleos mal pagados, inestables, no cualificados, peligrosos, degradantes y de poco prestigio. En la jerga anglófona se les conoce como trabajos 3D (Dirty, Difficult and Dangerous), y en la nuestra trabajos 3P (Peligroso, Penoso y Precario). La teoría del mercado dual consigue explicar a la perfección por qué estos trabajos son rechazados por los trabajadores locales y por qué ya no pueden ocuparse, como lo fueron antaño, por las mujeres y los jóvenes. En resumen, la explicación sería la siguiente: “En las economías avanzadas existen trabajos inestables, originados por la división de la economía en un sector primario de uso intensivo de capital y en un sector secundario de uso intensivo de mano de obra y baja productividad. Los trabajadores locales rechazan esos trabajos porque denotan una posición social baja y tiene poco prestigio, ofrecen pocas posibilidades de ascenso y no motivan. La reticencia de los trabajadores locales a ocupar trabajos poco atractivos no puede solucionarse a través de mecanismos de mercado normales, tales como aumentar los salarios correspondientes, pues aumentarlos en el extremo inferior de la escala laboral exigiría aumentarlos proporcionalmente en los siguientes escalones para respetar la jerarquía, lo que produciría una inflación estructural. Los trabajadores extranjeros de países de bajos ingresos están dispuestos a aceptar esos trabajos porque el bajo salario suele resultar alto si se lo compara con lo que es la norma en sus países, y porque la posición social y el prestigio que cuentan para ellos son los de su país. Por último, tal demanda estructural de mano de obra para los trabajos de los niveles más bajos ya no puede atenderse recurriendo a mujeres y adolescentes, ya que el trabajo femenino ha perdido su condición secundaria y dependiente en favor de una condición autónoma y orientada a la carrera profesional. Además, el menor índice de fecundidad y la prolongación de la educación han reducido la disponibilidad de los jóvenes”.

Fig.3: Distribución de la población ocupada según 
el Catálogo Nacional de Ocupaciones, 2007
Los datos disponibles confirman la existencia de este mercado dual. Según revelaba la Encuesta Nacional de Inmigrantes (INE, 2008), con independencia de su nivel de cualificación, dos de cada cinco inmigrantes estaban empleados en trabajos de carácter manual en los que se requiere baja o ninguna cualificación, precisamente porque era el tipo de empleo que ofertaba nuestra economía durante los años de la burbuja. En 2007, el 87% de los inmigrantes eran asalariados, y de éstos, el 70% se encontraba en los tres niveles más bajo de cotización; peones y menores, oficiales de 1.ª y 2.ª, y oficiales de 3.ª y especialistas. En estos tres grupos la inmigración está muy por encima de la media, y de modo muy acusado en el grupo de peones y menores, donde se ubica el 15% de los autóctonos frente al 30% de los inmigrantes (fig.3). La diferencia salarial con los autóctonos está entre el 21% (Encuestas Anuales de Estructura Salarial de 2004 y 2005, INE, 2006 y 2007) y el 30% más bajos (Oficina Económica del Presidente, 2006) y su tasa de temporalidad puede alcanzar el 61%. Aún así, persiste en el imaginario colectivo, como una de tantas sentencias que sobrevive a pesar de la dificultad para demostrar su veracidad, que un elevado número de inmigrantes empuja hacia abajo los salarios de los autóctonos, especialmente, de los trabajadores más precarios y menos cualificados. Sin embargo los estudios que se han hecho al respecto arrojan resultados ridículos. En el caso de EE.UU, en donde su mercado laboral está menos protegido y más expuesto a las leyes del mercado, se ha calculado que un aumento del 10% de los inmigrantes tiene el efecto de disminuir un 1% los salarios de los trabajadores nativos. Pero en Europa eso no ocurre. En Italia un aumento del 1% en la proporción de inmigrantes provoca un aumento de los salarios nativos del 0,01%; (Efectos macroeconómicos de la inmigración. Impacto sobre el empleo y los salarios de los nativos, Papers 66, 2002) Para España, “los resultados apuntan a la ausencia de efecto alguno de la inmigración sobre los salarios de los trabajadores españoles. Esto podría explicarse por la existencia de un salario mínimo fijado por acuerdos colectivos en cada sector que impiden que los salarios desciendan por debajo del umbral del salario mínimo ante la presencia de inmigración en los sectores formales”. (Los efectos de la inmigración sobre las condiciones de los trabajadores nativos. Evidencias para España,  La inmigración en la encrucijada. Anuario de la inmigración en España, 2008).

Antes de terminar es necesario reconocer que en la economía española existe un problema que puede afectar a los trabajadores independientemente de su origen. Y es la existencia de una economía informal, sumergida, de las más altas de Europa, cercana al 25% del PIB. Una economía sumergida tan consolidada como la española promueve la inmigración irregular, que es atraída a través de los circuitos de información de las redes sociales por lo que tiende a concentrarse en los grandes focos industriales y demográficos. La economía sumergida no sólo supone sustraer importantes recursos al Estado, sino que lo hace por la vía de la explotación directa sobre las personas al sortear los mecanismos de protección de un mercado laboral formal y regulado por el derecho. En este sentido, no sólo es injusto, sino fatal para la unidad de los trabajadores confundir a las víctimas con los verdugos. Afortunadamente los sindicatos obreros no se han dejado arrastrar por el populismo xenófobo que barre estos días Europa de un extremo al otro y aún guardan y protegen la “conciencia de clase” como si fuera el último bastión, la última plaza que el capitalismo quiere conquistar y derribar. Así por ejemplo, la Confederación Europea de Sindicatos (CES) aprobó en 2013 un Plan de Acción sobre la Migración, en el que, entre otras cosas, podía leerse: “La CES rechaza la idea de que las políticas de migración futuras sólo podrían guiarse por objetivos utilitarios. La CES apoya el enfoque de mostrar la contribución positiva y concreta que los migrantes ya están haciendo a la economía europea. Además, la CES hace hincapié en que se debe, por supuesto, considerar a los migrantes como trabajadores, pero sobre todo y ante todo como seres humanos”. Entre sus propuestas está la de incentivar una inmigración estable y duradera, pues “cuanto más corto sea el permiso de residencia y de trabajo menores son las oportunidades para que los migrantes vean sus derechos reconocidos y respetados y para evitar el dumping social. La CES abogará por la eliminación de los factores de vulnerabilidad de los migrantes en el mercado laboral”. En este mismo sentido se expresaba CC.OO en un documento de 2007 titulado Inmigración y mercado de trabajo. Propuestas para la ordenación de flujos migratorios. Asegura el sindicato que en la economía formal y regulada no hay competencia entre inmigrantes y nativos al encontrarse unos y otros en igualdad de derechos laborales al acceder a un empleo. Y aunque reconoce “el problema de la inmigración ilegal”, no pierde de vista a quién perjudica de verdad: “A los trabajadores y trabajadoras que la padecen, porque los hace extremadamente vulnerables y los expone a todo tipo de abusos y explotación de aquellos empresarios desaprensivos que se aprovechan de tal situación con el único objetivo de obtener beneficios ilícitos e ilegítimos… A la economía del país, al moverse en la economía sumergida sin contribuir a los gastos que el Estado debe soportar, así como para nuestro modelo social y sistema de protección social (…). Para el mercado de trabajo, para la contratación, para las condiciones de trabajo, para las condiciones salariales y para los derechos y relaciones laborales, al ejercer una presión a la baja que sólo puede producir retrocesos y encierra grandes riesgos de confrontación entre los trabajadores, con el consiguiente peligro de deterioro en la convivencia social y democrática”.


No nos imaginábamos aún en 2007 hasta qué punto la convivencia social y democrática corría peligro, pero no por la crisis, sino porque una buena parte de los trabajadores ha olvidado o perdido su conciencia, y, cegado por la ira, el miedo y el desconocimiento, yerra el tiro apuntado al adversario equivocado.

miércoles, 1 de enero de 2014

La conjura de los necios

Ahora que nos sube la luz, esperemos que nos suba también la inteligencia, porque cuando entre en vigor la LOMCE la vamos a necesitar, y porque este gobierno, que nos quiere también a oscuras, lleva meses intentando convencernos de que no vivimos en este mundo, mejor aún, que no vivamos en este mundo y que tengamos fe en el que viene, que para eso Gallardón legisla con la cruz en la frente y Montoro nos dice que hay luz al final del túnel, pero lo que tenemos es subida de luz a principios de año, y el dichoso túnel más bien parece un agujero de gusano, porque sin acertar a encontrar la cabeza vamos de trasero a tiempos que ya creíamos superados. Por eso empezamos el año con esta crónica de la España que se nos va y de la que se nos viene encima, al estilo de las crónicas jocoserias del decimonono siglo, porque no hay otra forma de señalar a los necios más que enfrentando sus necedades con la realidad del resto de la gente que aún vivimos en un mundo cargado de necesidades.

Aunque parezca mentira, en plena crisis, o quizá precisamente a causa de la crisis, que sus caminos son insondables, España es el octavo país que registra un mayor aumento del número de ricos de todo el mundo, concretamente ha aumentado un 13% entre mediados del 2012 y mediados de 2013. Ya tenemos más de medio millón de personas con un patrimonio superior a los 740.000 euros. ¿No es para estar contentos? Sin duda “España va bien”, y eso se refleja en la Bolsa y en los beneficios de los bancos. Con respecto a 2012, sus beneficios han subido una media del 79,3%, los que más han ganado son el BBVA, el Santander, Caixa Bank y el Sabadell. Por eso tenemos otro dato muy positivo para España: somos el quinto país de Europa con mayor número de banqueros millonarios (más de 100 banqueros cobran más de un millón de euros al año), pero somos el segundo país donde los banqueros más cobraron de media (2,16 millones de euros al año). Entre los mejor remunerados están los directivos y consejeros del BBVA y del Santander. Francisco González, presidente del BBVA, cobró en 2012 5,13 millones de euros, y Emilio Botín 4,5 millones. Claro que, esto es sólo el sueldo, porque al final de cada año toca hacer cuentas y repartir dividendos. Unos lo cobran en especie, en acciones de la entidad, pero otros prefieren el dinero contante y sonante, como don Botín, que en 2012 cobró 12 millones de euros de los dividendos, que si el nombre hace a la personalidad, éste va más que sobrado. ¡Esto es hacer dinero!, ¡sí señor! Por eso hay que atender bien a sus consejos, porque todos ellos han visto la luz y el túnel ni lo huelen. Francisco González augura un 3% de crecimiento para 2014, pero, eso sí, con más reformas. Un informe de la institución que preside asegura que con “una disminución del salario real del 7% aumentaría el empleo hasta un 20% y el PIB un 11,6%”. Así, sin más, datos que, como el dinero, les debe caer del cielo. “La flexibilidad salarial”, repite el informe como un mantra monótono, “es la estrategia con efectos más rápidos para salir de la crisis”. Otro documento, esta vez del Consejo Empresarial para la Competitividad (donde están, cosa curiosa, el BBVA, el Santander, La Caixa, Inditex o Telefónica entre otros), vende a los trabajadores españoles, literalmente, como lo mejor de España, pero entiéndase, no por su calidad, sino por su explotabilidad. Dicen que la fuerza laboral en España será un 20% más barata que en Alemania, Francia o Italia, con lo que los beneficios por cada trabajador de la empresa van a aumentar en los próximos dos años un 6,7%. Así que, nada, “pasen y compren” vino a decir Rajoy en Japón, que para eso hemos hecho los deberes que nos han impuesto, y vendemos un producto barato, barato: “Tras las reformas recientemente acordadas los costes laborales unitarios en España se comportan mejor que muchos países de la U.E”. Y vaya si es barato. Lo confirman el INE y el Instituto de Economía Alemana, que hace poco estudió los costes laborales industriales en 22 países, y resulta que España está en el puesto 18, sólo por encima de Corea, Grecia, Eslovenia y Chipre. 

Así que Emilio Botín, ebrio de entusiasmo, llegó a exclamar: ”¡Vivimos un momento fantástico!, ¡llega dinero de todas partes! España está en un momento muy bueno, hay que aprovecharlo”. Y lo están aprovechando, pero bien, porque a pesar de todo lo dicho todavía hay quien piensa que no es suficiente. Entre ellos el FMI, que no para de reclamar subida de impuestos y bajada de salarios, y lo dice su presidenta, Christine Lagarde, una señora que no paga impuestos y que cobra 380.939 euros al año. Y lo dice, cómo no, la CEOE. En un informe que titula “Reformas necesarias para salir de la crisis”, afirma que “la reforma laboral debía haber sido más ambiciosa, en relación con el tiempo de trabajo, la movilidad funcional y el salario variable”. Además defienden la “posibilidad de imponer a los trabajadores el paso de un contrato de tiempo completo a otro a tiempo parcial cuando existan causas económicas, técnicas, organizativas o de producción”…Vamos, cuando al patrón le salga del, con perdón, porque para la Virgen de Fátima los deseos de los empresarios son órdenes. Y esto lo defiende una organización que se niega a hacer públicos los sueldos de sus cuadros directivos, aunque al hideputa del Rosell, que cada vez que habla nos da a elegir entre la esclavitud y la explotación, se le escapó hace poco que José María Lacasa, Secretario General de la CEOE, cobra 250.000 euros mensuales. Y así, con esa cara, dijo en noviembre de 2013: “Me encantaría que los sueldos creciesen en 2015, pero todavía no estamos en esa posición”.

Y ahora llegan los magos de las cuentas públicas y de las palabras, y lo mezclan y remezclan todo para contarnos cuentos, porque el lenguaje de nuestro mundo no les vale a los magos de la luz sacan de su chistera verdaderos engendros con el único propósito de camuflar la realidad y de confundirnos. Pero estos magos no han caído en la cuenta de que su palabrería no sólo no quita el hambre sino que alimenta la indignación. Todos los miembros del gobierno han sacado algo de la chistera, pero sin duda Montoro y De Guindos son los más iluminados. Montoro suelta eso de que “los sueldos no bajan en España, crecen moderadamente”, y si nos ve cara de incredulidad, se nos pone chulo y añade: “es que no es lo mismo y si quiere se lo explico con una pizarra”. A la subida del IRPF la llamó “recargo temporal de solidaridad”, y con la amnistía fiscal a los grandes defraudadores dijo que se trataba de “medidas excepcionales para incentivar la tributación de rentas no declaradas”; vamos, que se te queda el cuerpo saciado de tanta retórica. Guindos no le va a la zaga, con la subida del IVA, primero quiso negarla hablando de “reajustes específicos y concretos de modificaciones puntuales”, cuando se subió dijo que era sólo un “gravamen adicional”. El último también es bueno, aunque no es suyo sino del lenguaje del Más Allá de la Unión Europea, porque, al fin y al cabo, esos Activos Fiscales Diferidos, los 30.000 millones reconocidos por el gobierno a la Banca, son impuestos que tenían que haber pagado pero que no van a pagar, y que pueden contar como capital propio para salir bien en la foto que la troika les va a hacer dentro de poco.

Hasta la Virgen de Fátima se ha sacado de vez en cuando una mentira piadosa, como cuando decía que su reforma laboral había “moderado la destrucción de empleo”. Pero desde que se aprobó la reforma laboral en febrero de 2012, la tasa de paro ha aumentado un 13,2% y el número de ocupados se ha reducido en unas 850.000 personas. El despido por causas “objetivas” con una indemnización de sólo 20 días por año trabajado ha aumentado un 49%, los ERE han subido un 66%, la contratación ha caído un 3,6% y los sueldos cayeron un 0,8% en 2012 y un 0,6% entre abril y junio de 2013. Según un informe de la Caixa, la caída desde 2010 ha sido del 7,1%.

Como se ve (o no) hay un mundo a oscuras, donde la luz no llega, sube, pero no llega, y mientras a unos les llueven oros, a otros sólo le caen bastos. Y por si fueran pocos, ahora el ministro del Interior, Jorge Fernández, nos va a cantar las cuarenta, que por no querer mirar la luz vamos a ver las estrellas. Y se ha sacado de la manga una ley, dice, de seguridad ciudadana, porque quiere a la mayoría silenciosa y callada, y más apaleada que ciudadana, que ni el derecho al pataleo van a dejar quieto. Y si antes la crónica sólo podía contar lo anterior a lo joco, ahora toca hablar de lo serio, sin palabrería y sin magia que nos oculte la miseria, porque rebosa y se extiende. Y como las desgracias nunca vienen solas, las ponemos aquí todas juntas, una tras otra, pues cada de una ellas debería contar ya bastante.

Los ingresos medios de los hogares españoles han disminuido un 3,5% con respecto a 2010. El 40,9% de los hogares no tiene capacidad para afrontar gastos imprevistos. La población en riesgo de pobreza (ingresos en torno a los 7.300 euros por persona y año) está en el 21,6%, pero la pobreza severa (ingresos de menos de 307 euros al mes) alcanza ya a 3 millones de personas, el 6,4% de la población. Hasta julio de 2013, más de 3 millones de desempleados, el 51,9%, no recibía ningún tipo de prestación o subsidio, por lo que el número de personas que se acogen a la Renta Mínima de Inserción (un ingreso medio de 532 euros) ha aumentado un 55,9%. Si en 2008 la percibían 196.436 personas, en 2011 eran 547.663, aunque son muchos más las personas que las solicitan sin conseguirla. De hecho en 636.000 hogares (el 3,6% de la población) no entra ningún tipo de ingreso. La pobreza infantil en España se ha situado en el 26,7% (Unicef); unos 3 de cada 10 niños y niñas (2.226.000) viven en España por debajo del umbral de la pobreza (Save the children). En 1,7 millones de hogares, es decir, el 10% del total que afectaría a unos 4 millones de personas, no puede asumir el coste de la energía necesaria para asegurar unas condiciones de habitabilidad aceptables. Las dificultades para pagar la electricidad o el gas están detrás de entre 2.300 y 9.000 muertes prematuras al año. Según el gobierno, en 2012 hubo 75.375 ejecuciones hipotecarias, un aumento de 72% con respecto a los datos de 2008, según encuestas de la PAH, cerca del 75% de estos desahucios afectan a la vivienda habitual…y la crisis aún no ha terminado.


Y así se nos viene encima otro año de crisis, pero no es un año cualquiera este 2014, pues, por si no teníamos suficiente con las cuentas de este mundo y los cuentos del Más Allá, 2014 viene cargado de historia. Una historia con malos y buenos, los unos de acá y los otros de allá. Y estos la luz sí la ven, aunque del túnel no quieren oír hablar, que sólo les hace falta fe para ir con Mas allá y que les saque de él.

domingo, 1 de diciembre de 2013

Historia española de Cataluña

Es posible que el título de esta entrada pueda parecerle a alguien un tanto tendencioso, incluso es posible que se sienta ofendido, en cuyo caso, debería hacer lo propio con el clásico de Pierre Vilar, Cataluña en la España moderna, publicado en 1962. De cualquier manera, ninguno resulta tan llamativo como el título del simposio que se celebrará en Barcelona los próximos 12, 13 y 14 de diciembre de este año. El título, España contra Cataluña: una mirada histórica (1714-2014), anticipa ya una lectura de la historia con un objetivo muy definido, demostrar que “les condicions d’opressió nacional que ha patit el poble català al llarg d’aquests segles, les quals han impedit el ple desenvolupament polític, social, cultural i econòmic de Catalunya” (fig.1). El 11 de septiembre de 2014 se cumplen 300 años de la caída de Barcelona a manos de las tropas de Felipe V, y el simposio es sólo el primero de los actos conmemorativos que se sucederán a lo largo de todo el año y que culminarán con una Diada más reivindicativa que nunca. Por razones evidentes, también en 2014 se pretende celebrar la consulta soberanista para decidir la independencia de Cataluña. De manera que durante 2014 será la historia la encargada de demostrar que la independencia de Cataluña es necesaria e irremediable, y puede que así sea, pero la historia es capaz de decir muchas cosas porque sólo recoge las contradicciones de la vida, con sus luces y sus sombras, y es tan capaz de contarnos una historia de España contra Cataluña como de Cataluña con España. Depende de dónde se quiera mirar y lo que se quiera oír. Es evidente que la Nueva Planta de 1716 que anuló los fueros de Cataluña supuso el comienzo de la represión cultural y lingüística puesta en marcha bajo el signo de la castellanización; pero es igualmente evidente que resultaría difícil explicar el desarrollo industrial de Cataluña sin esa misma castellanización que le permitió el acceso al mercado peninsular y colonial en una situación de privilegio. Incluso, mientras el gobierno defendía su industria y su mercado de la competencia exterior, la clase dirigente catalana se sentía más centralista y más española que nadie. Y les negaban a otros con fervor patriótico lo que hoy reclaman para sí. La historia sirve también para recordarlo.

Fig.1: Programa del simposio Espanya contra Catalunya
(detalles)
Que Cataluña, integrada entonces en la Corona de Aragón, era una pieza distinta y separada de la monarquía hispánica es algo que ya percibieron todos los monarcas desde el inicio mismo de la unión dinástica. Resultaba especialmente complicado equiparar la contribución de los catalanes a la de los castellanos en los gastos del Estado. La monarquía sólo percibía de Cataluña los servicios votados en Cortes y los tributos que el rey tenía como señor, pero todos los demás impuestos recaudados eran para la Generalitat o para Barcelona. En 1512 el embajador italiano ante el rey Fernando, Francesco Guicciardini, escribía en su diario: “El poderío de todos estos reinos unidos es grande (…) cuyo nervio principal reside en Castilla, de donde salen fuertes ingresos de dinero. Pero el reino de Aragón es poco útil a las entradas del rey, debido a que según privilegios antiquísimos no pagan casi nada (…). En suma, un rey pobre para la grandeza del país, y sin Castilla sería un mendigo”. Por eso la reina Isabel solía exclamar: “¡Aragón no es nuestro, tenemos que volver a conquistarlo!”. De modo que cualquier intento de ampliar la participación de los aragoneses en los gastos estatales podía provocar una crisis. La más grave, antes de la que conmemoramos en 2014, fue la crisis de 1640, en el contexto de la Guerra de los Treinta Años. Todos los intentos del Conde-Duque de Olivares de ampliar la participación de Cataluña en los gastos de la guerra se saldaban con fracaso. En febrero de 1640 le escribió al virrey una carta donde se mostraba muy enfadado: “Ningún rey en el mundo tiene una provincia como Cataluña. Ésta posee un rey y un señor, pero no le rinde servicios, incluso cuando su propia seguridad está en juego”. Las desavenencias entre la Generalitat y la Corte no sólo se centraban en la contribución que se le pedía a Cataluña en dinero y soldados, sino en el alojamiento que debían prestar los campesinos a los soldados y la prohibición de comerciar con Francia, que afectaba al comercio catalán por la frontera. Como es sabido, las tensiones desembocaron en una revuelta campesina, el Corpus de Sangre, con el asesinato del virrey en junio de 1640, y el reconocimiento de Luis XIII de Francia como Conde de Barcelona en enero de 1641. No volverá Cataluña a la obediencia real hasta la derrota de Barcelona el 11 de octubre de 1652. A pesar de la gravedad de estos hechos, y de que, posiblemente, es lo más cerca que ha estado de conseguir la independencia (de España, se entiende); la crisis que más repercusiones ha tenido para la historia de Cataluña fue la Guerra de Sucesión pues, al fin y al cabo, terminó con la abolición de sus privilegios forales, algo que ningún rey anterior se había atrevido a hacer.

Fig.2: Festivas aclamaciones a la feliz 
sucesión a la Corona española, 1701
Porque no fue, como a veces se oye, una guerra de secesión, la de Cataluña, sino una guerra de sucesión en la que se dirimía el trono español y el reparto de poderes en Europa. Y como es lo que se celebra en 2014 conviene recordarla, aunque sólo sea en sus líneas generales. El 3 de octubre de 1700, el último representante de la casa de Austria, Carlos II, firmaba su tercer y último testamento dejando como heredero a Felipe de Anjou, nieto de Luis XIV de Francia y bisnieto de Felipe IV de España. A finales de ese mismo año, en noviembre, era proclamado rey de España en una ceremonia en Versalles, y en febrero de 1701 llegaba a la corte de Madrid. Como era normal, todas las ciudades se engalanaron para recibir con júbilo al nuevo rey. También lo hizo Barcelona, celebrando fiestas a mediados de marzo, y aclamando como rey a Felipe de Borbón, “V rey de Castilla y IV de Aragón, Conde de Barcelona” (fig.2). Aconsejado por su poderoso abuelo, pues Felipe tenía sólo 17 años, y como quería caer bien, se apresuró a celebrar cortes para jurar las leyes de sus nuevos reinos y recibir la fidelidad de sus súbditos. Las cortes de Castilla se celebraron en mayo de 1701 y las de Cataluña entre octubre de 1701 y enero de 1702. Según el historiador catalán Narcís Feliu de la Peña, que escribió sus Anales de Cataluña en 1709, “concluyéronse las Cortes como querían los catalanes”, pues “consiguió la provincia cuanto había pedido”. De momento, pues, todo discurría por los cauces habituales. Pero el abuelo era demasiado poderoso como para estarse quieto, y empezó a tutelar y a dirigir los movimientos de Felipe, lo que levantó recelos dentro y fuera de España. La gota que colmó el vaso de la intranquilidad en Europa fue el reconocimiento del Parlamento de París de los derechos de Felipe V al trono de Francia en febrero de 1701. Inglaterra, temiendo la unión de las dos potencias, lideró una alianza internacional en la que se encontraban Austria, que nunca reconoció el testamento de Carlos II, Holanda, Saboya, Prusia y Portugal. El candidato elegido para oponerlo a Felipe V fue el archiduque Carlos de Austria, segundo hijo del emperador Leopoldo I y bisnieto de Felipe III de España. El archiduque, de sólo 15 años, fue proclamado rey de España en una ceremonia celebrada en Viena el 12 de febrero de 1703. La guerra que se desató a continuación por el trono español tuvo asimismo una dimensión local, porque también en España las fidelidades se dividieron entre los dos candidatos, y aunque había austracistas en todos los reinos de la Corona, el movimiento era más fuerte en Cataluña. Allí la causa austracista estaba encabezada por quien había sido su virrey hasta la llegada de Felipe V, el príncipe Jorge de Darmstadt, enviado con anterioridad por Leopoldo I a España para vigilar de cerca los intereses de Austria junto a la reina Mariana de Neoburgo, segunda esposa de Carlos II (¿alguien se ha perdido ya?). Suele argumentarse como causa de la deserción de Cataluña el temor al centralismo que representaba la monarquía francesa, y su apuesta por la candidatura austriaca estaría pues motivada por la confianza en la tradición pactista de la dinastía. Bueno, sea, el caso es que en 1705 Darmstadt tomaba Barcelona y que poco después llegaba el archiduque Carlos instalando allí su corte. Entre finales de 1705 y principios de 1706 se celebraron cortes en Cataluña reconociendo como nuevo rey a Carlos III de Austria. Pero en 1711 ocurrió algo inesperado. El hermano de Carlos, José I, emperador de Austria desde 1705, murió sin dejar descendencia y la corona imperial recayó en Carlos, que la recibió con el nombre de Carlos VI, pero sin renunciar a la corona española. Inglaterra entonces se lo pensó mejor, pues esa unión podía hacer resucitar el imperio español del siglo XVI, así que dio marcha atrás y forzó las negociaciones y la firma de la paz en los Tratados de Utrecht de 1713. Aunque Francia y España renunciaban a unirse en una sola Corona, Austria no hizo lo propio y no reconoció a Felipe V como rey de España hasta 1725. De hecho, fue Austria la única que prestó algo de apoyo a Cataluña, pues había sido abandonada a su suerte por el resto de potencias europeas después de la Paz de Utrecht. Tras varios meses de asedio, el 11 de septiembre de 1714 caía Barcelona y se ponía así el punto y final a la Guerra de Sucesión; y un punto y aparte en la historia de España, y de Cataluña.

Fig.3: Nueva Planta de la Real Audiencia
del Principado de Cataluña
, 1716
La Nueva Planta aprobada para Cataluña en 1716 (fig.3) eludía mencionar el derecho de conquista y rebelión cometida por el Principado, como sí había hecho con el decreto de 1707 para Aragón y Valencia, y se limitaba a mencionar la necesidad de establecer un nuevo gobierno después de su pacificación: “Habiendo con la asistencia divina y justicia de mi causa, pacificado enteramente mis armas el Principado de Cataluña, tocaba a mi soberanía establecer gobierno en él”. El objetivo de las reformas del nuevo gobierno fue conseguir la uniformidad y el centralismo político y administrativo a imitación del modelo francés, pero también impulsar el desarrollo económico adoptando los principios del mercantilismo y de la nueva filosofía de la Ilustración. La lengua castellana se convirtió en el símbolo de esa uniformidad, y, aunque nunca hubo una prohibición general de hablar catalán, sí fue proscrito de las instituciones y de la enseñanza al objeto de “extender el idioma general de la nación para su mayor armonía y enlace recíproco” (Real Cédula de Carlos III, 23 de junio de 1768). El Informe Quintana de 1813 incidirá en la misma idea, estableciendo en el ámbito educativo estatal el principio de “una doctrina, un método y una lengua”. Pero el catalán se mantuvo en el ámbito social, y eso permitió la formación de un movimiento de recuperación de la cultura y de la lengua catalana conocido como La Renaixença. Desde la segunda mitad del siglo XIX, a la normalización lingüística se unirá la defensa de un proyecto político vinculado al Regionalismo como el único marco que podía hacer posible el renacimiento de las instituciones y la lengua propias de Cataluña. Valentí Almirall, presidente del Ateneo de Barcelona, en un discurso pronunciado en catalán el 30 de noviembre de 1896 defendía la cooficialidad del catalán como el “dret que te la nostra llengua a gosar no de más sino d’iguals preeminencias que qualesvol altra de las que viuhen a la nostra Espanya. Germanas la nostra y la castellana, com fillas de la mateixa mare”. La defensa del regionaliso era así de explícita en la Memoria en defensa de los intereses morales y materiales de Cataluña que se remitió a Alfonso XII en 1885: “No hay ningún catalán (…) que desee reflexivamente romper los lazos que con la patria le unen. No hay, empero, quizá uno solo, a quien la reflexión no lleve a desear aflojarlos. En su ruptura vemos la muerte, en su aflojamiento la vida. La mejora de España sólo puede venir de la restauración de las libertades regionales”.

Muchas de las iniciativas llevadas a cabo por la Corona chocaban con los intereses de los estamentos privilegiados y siempre encontraron una fuerte resistencia en Castilla, pero en Cataluña, como en los otros reinos de antigua Corona de Aragón, no tuvieron más remedio que aceptarlas. Así ocurrió con el nuevo régimen de recaudación tributaria que pretendía equiparar los esfuerzos fiscales de los catalanes con los del resto de súbditos en la financiación del Estado. El nuevo sistema pretendía sustituir los impuestos provinciales que gravaban el consumo por un solo impuesto directo basado en los niveles de riqueza individual, aunque no eliminaba los impuestos locales. El impuesto en Cataluña se llamó catastro, y si bien es verdad que al principio hubo una sobreestimación de la riqueza del Principado que elevaba su contribución por encima de la de los castellanos (de 43 reales del catalán por 26,8 del castellano en el periodo 1730-1739), al no actualizar la base impositiva sobre la que se recaudaba el tributo la relación volvió a invertirse (de 124,3 reales del catalán por 220,5 del castellano en el periodo 1790-1799). A pesar de los problemas, el sistema de la contribución única repartía la carga tributaria entre los súbditos de manera más justa y equitativa, y aún con la oposición del estamento privilegiado, se implantó finalmente a toda España en 1770. “Las autoridades ilustradas organizaron un modelo de hacienda que era el más barato, seguro, estable y eficaz que en aquella España podía edificarse sin tocar el entramado social existente” (Roberto Fernández, Universidad de Lleida).

Otra de las reformas importantes fue la eliminación de las aduanas interiores. Las de Aragón con Castilla desparecieron en 1714, y las de el País Vasco y Navarra en 1717. Es evidente que el traslado de las aduanas a la frontera con Francia y a la costa tuvo efectos positivos para Cataluña, pues “eliminava els gravamens sobre els productes peninsulars no catalans en entrar al Principat i, especialment, els productes que aquest exportava a la resta de la monarquía”. Fue importante para “la menestralía textil catalana”, pues “desgravava les materies primeres -llana i seda, especialment- i els productes alímentaris que Catalunya importava de la Meseta”. (Emiliano Fernández de Pineda, Universidad del País Vasco). Por otro lado, durante los reinados de Fernando VI y de Carlos III se inició la construcción de carreteras para conectar Madrid con las grandes ciudades de la península. Estas medidas, además de favorecer la integración comercial entre las distintas regiones consolidó la relación mercantil entre Madrid y Barcelona. La capital de la Corte se convirtió en un gran centro de consumo de productos alimenticios y manufactureros, pues no contaba con actividades económicas orientadas a la manufacturas y al comercio exterior al margen de su actividad política y administrativa. Puede decirse que este es el comienzo de la bicefalia que caracteriza a la red urbana española y que ha llegado hasta nuestros días. Las dos ciudades serán los principales focos de atracción de inmigrantes de otras regiones españolas durante los siglos siguientes, aunque por motivos distintos. A medida que se acentúa la industrialización de Barcelona a lo largo del XIX atraerá mano de obra para sus fábricas, de tal manera que hacia final de siglo un cuarto aproximadamente de su población procedía de otras zonas. En Madrid sin embargo la atracción se debía a motivos políticos y a la demanda de empleo doméstico proveniente de las capas medias y altas de la capital. Hacia 1930 en Madrid y Barcelona la inmigración ya supone el 40% de la población total residente.

Fig.4: Cédula de Carlos III prohibiendo
la importación de manufacturas textiles, 1778
De manera que la industria catalana, especialmente el sector textil, pudo desarrollarse “gracias a la iniciativa privada y también al hecho de ser una de las actividades más beneficiadas del proteccionismo fabril emprendido por la Corona (…), que, no sólo afectó al funcionamiento de las fábricas, sino que garantizó un mercado interior y colonial en régimen de monopolio” (Bernardo Hernández, Universidad Autónoma de Barcelona). La protección de la industria textil catalana se hacía simple y llanamente evitando la competencia extranjera prohibiendo la importación de telas y tejidos de algodón que, a lo largo del siglo XVIII, fue ampliándose a estampados y telas de lino o lana. Las primeras medidas las impuso Felipe V en 1718 y 1728, a las que siguieron las de Carlos III en 1769, 1771 y 1778 (fig.4). De esta manera, sólo en Barcelona el número de fábricas pasó de 29 en 1768 a 113 en 1786, pues se debía abastecer a una demanda creciente. Además, en 1755 se creó la Real Compañía de Barcelona a Indias para comerciar con Santo Domingo, Puerto Rico y La Margarita, áreas en donde la compañía quedaba exenta del pago de impuestos. Esta situación de privilegio la mantuvo la compañía incluso después de que el comercio con las colonias americanas se abriera a todos los puertos españoles en 1778. Ya en el siglo XIX, durante el reinado de Carlos IV, hay que destacar el decreto publicado en noviembre de 1802, “Reglas que han de observarse para la introducción del algodón y manufacturas de él; y prohibición de las extranjeras”. Se establecía que todo el algodón en rama procedente de las colonias americanas o de las posesiones españolas en Europa quedaba exento del pago de impuestos tanto en su salida de las colonias como a la entrada a la península. Las importaciones por tanto aumentaron considerablemente, desde las casi 3 toneladas en los comienzos del siglo hasta las más de 20 de 1861. Es en los años 30 del siglo XIX donde se sitúa el despegue definitivo del textil catalán favorecido por este contexto proteccionista y por la red comercial establecida alrededor del puerto de Barcelona, al que se añadirán el azúcar y el tráfico de esclavos con Cuba y Puerto Rico. Es también en estos años, concretamente en 1838, que tiene lugar la famosa observación que Stendhal anotó en su Memorias de un turista a su llegada a Barcelona: “Estos señores quieren leyes justas, con excepción de la ley de aduanas, que debe ser hecha a su guisa. Es preciso que el español de Granada, de Málaga o de La Coruña no compre las telas de algodón inglesas, que son excelentes y que cuestan un franco la vara, por ejemplo, y adquieran telas catalanas, muy inferiores y que cuestan tres francos la vara”.

Fig.5: Joan Güell i Ferrer, Comercio
de Cataluña con las demás provincias
de España
, 1853
Sin embargo lo que dominó durante el siglo XIX fue el enconado debate entre los defensores del proteccionismo mercantilista y los del librecambismo. Fueron los terratenientes, cultivadores de cereal en Castilla, y los burgueses del textil en Cataluña los que abrazaron las tesis proteccionistas que hicieron suyas los partidos moderados y conservadores del liberalismo español, mientras que el librecambismo era defendido por progresistas y demócratas, que creían que para modernizar España era necesario abrirla al exterior, ya que, sin competencia, la industria y la agricultura se anquilosaban para beneficio de los productores y perjuicio de los consumidores. De manera que el prohibicionismo del siglo XVIII fue dejando paso a un proteccionismo moderado con la imposición de aranceles a las importaciones, que eran más o menos estrictos en función de la orientación ideológica del gobierno de turno. Para defender el proteccionismo los industriales catalanes fundaron distintas asociaciones, las más importantes son el Instituto Industrial de Cataluña (1848) y Fomento del Trabajo Nacional (1869). Uno de los proteccionistas más destacados fue sin duda Joan Güell i Ferrer, presidente del Instituto Industrial de Cataluña. Güell, en su Comercio de Cataluña con las demás provincias de España (fig.5), reconocía que la prosperidad de España y de Cataluña se debía “al sistema protector secundado por una buena administración” durante el siglo XVIII, y que ese mismo sistema había conseguido estrechar las relaciones comerciales entre Cataluña y España de tal manera que sin él, sin el proteccionismo, “estos cambios vivificadores desaparecerían y con ellos la base de nuestra riqueza y común felicidad”. Es en este contexto en el que se inscribe la conocida expresión del industrial catalán que citó Jaume Vicens Vives: “Perezca Cataluña si ha de ser obstáculo para el progreso de la nacionalidad española…si la fabricación catalana absorbe la riqueza de las demás provincias, siendo causa de su pobreza y miseria, sucumba”. Pero los escritos de Joan Güell i Ferrer están repletos de expresiones del mimo tenor. En las Observaciones a la reforma arancelaria, de 1863, escribía: “Sí, defendemos nuestros intereses; ¿es acaso un delito defender uno sus intereses? El interés de los consumidores es un interés despreciable, perjudicial y del cual los gobiernos no deben ocuparse sino para destruirlo. El interés de las naciones es la suma de los intereses de sus productores. No podemos, pues, defender los grandes intereses de España sin defender los de todos los productores españoles, no podemos defender los intereses de los productores españoles sin defender los nuestros, puesto que somos españoles, y con mucha honra, productores”. Volvía a insistir en la misma idea en su Examen de la crisis actual, de 1867: “Nunca hemos dicho una palabra ni escrito una letra sino a favor de la protección de todos los productores españoles. Lo que conviene a España, conviene a Cataluña”. Güell i Ferrer, que había amasado su fortuna ejerciendo el monopolio comercial en la Habana, se oponía a la liberación de los esclavos de Cuba y a la concesión de ningún tipo de autonomía para la isla. En La rebelión cubana, de 1871, escribía: “Si, pues, ni el derecho ni la conveniencia abonan la rebelión cubana, la nación española no sólo tiene el derecho sino el imprescindible deber de combatirla, agotando todos los medios y recursos para salvar el honor nacional y las vidas e intereses de los hombres que encuentran la fortuna y el bienestar en aquellas posesiones españolas”. Y no sólo Güell, sino la gran mayoría de los industriales y comerciantes catalanes defendió la necesitad de la esclavitud, “hasta convertirse en los abanderados de la lucha contra las ideas abolicionistas” (Martín de Riquer, Universidad Autónoma de Barcelona).

Fig.6: La cuestión cubana,
Fomento del Trabajo Nacional, 1890
Las tesis librecambistas sólo triunfarían en dos momentos. El primero, en el Sexenio democrático con la aprobación del arancel Figuerola en 1869 que establecía una rebaja progresiva del arancel hasta situarlo en el 15% a todas las importaciones, pero quedó suspendida con la Restauración de 1875; y el segundo con la vuelta de los liberales al poder en 1882 durante el turnismo político propio de esta etapa. Pero fue el proteccionismo, por tanto, el que se impuso durante la mayor parte del siglo XIX. Las presiones de los industriales y comerciantes catalanes y la crisis de fin de siglo provocaron la aprobación de la Ley de relaciones comerciales con las Antillas en julio de 1882. Esta ley obligaba a las colonias a comprar los productos manufacturados españoles al tiempo que se protegía de los productos agrarios antillanos. Los productores cubanos, desde el Círculo de Hacendados, protestaron y pidieron la derogación de la ley y la descentralización administrativa y económica para la isla, pero se encontraron con la fuerte oposición de los industriales catalanes que veían en el mercado antillano una verdadera válvula de escape que compensaba la caída de sus ventas en la península. Desde el Fomento del Trabajo Nacional de Barcelona (fig.6) se daba la réplica a las pretensiones de los cubanos: “No es lógico, ni justo, ni patriótico divorciar la madre patria de su provincia ultramarina predilecta pretendiendo romper sus lazos comerciales para sustituirlos por un derecho que excluiría a nuestras harinas, nuestros tejidos, casi todos nuestros productos en suma. He aquí lo que en modo alguno podemos admitir, y ¡ay del gobierno débil que lo admita!”. Entre 1885 y 1897 la exportación de manufacturas de algodón a las colonias de ultramar aumentó desde un 10% hasta un 35%, absorbiendo una quinta parte de la producción algodonera catalana. Un nuevo arancel aprobado por Cánovas en 1891 reforzaba la situación de dominio colonial sobre Cuba, y cuando además se derogó en 1894 el tratado comercial con Estados Unidos cerrando a los azucareros cubanos también esta salida, su paciencia se agotó, y en julio de 1895 la isla se levantó en armas proclamando su independencia. Después del asesinato de Cánovas, el nuevo gobierno de Sagasta intentó una salida negociada del conflicto ofreciendo a Cuba y a Puerto Rico Cartas de Autonomía, que fueron elaboradas y firmadas por la regente María Cristina en noviembre de 1898 al margen del Parlamento y contraviniendo claramente los artículos 18 y 55 de la constitución de 1876. La inquietud de los industriales catalanes se plasmó en una circular elaborada por el instituto de Fomento del Trabajo Nacional de Barcelona y enviada a todas las corporaciones proteccionistas de España. Lo interesante, visto ahora, con perspectiva histórica, es cómo se criticaba el decreto apelando al respeto a la “soberanía de la nación” y “al Parlamento Nacional”: “Hay que luchar contra el nefasto propósito de conceder autonomía arancelaria a las Cámaras insulares de Cuba y Puerto Rico, infiriendo con ella una herida mortal al país productor y a la soberanía de la nación (…) debemos impedir que se consume lo que fuera una desidia nacional irreparable (…) evitar el funesto proyecto que se le atribuye atentatorio a las prerrogativas del Parlamento Nacional”. 

Aunque existe la ficción histórica y no la Historia ficción, es lícito que el historiador se pregunte qué hubiera pasado si no hubiera habido ninguna Guerra de Sucesión, qué hubiera pasado si Felipe V hubiera perdido la guerra, qué hubiera pasado si Cataluña no se hubiese pasado al bando austracista o qué hubiera pasado de haber mantenido fueros y fronteras. De esa manera pueden distinguirse las causas de los pretextos, porque las primeras discurren por ríos profundos y éstos son circunstanciales, coyunturales, y apenas pueden evitar que aquellos lleguen a su destino. Y posiblemente si no hubiera sido en 1714 hubiera sido en otro momento y por otras circunstancias que se hubiera manifestado este “difícil encaje” de Cataluña en España con una nueva crisis, porque lo ha hecho desde que se inició nuestra convivencia en el siglo XV, haciendo buena aquella observación de Ortega y Gasset de que lo único que podemos hacer, los unos y los otros, es arrastrarlo noblemente por nuestra historia, pero también podríamos, en vez de retorcerla, aprender de ella.


lunes, 4 de noviembre de 2013

Capital humano

El concepto mismo, “capital humano”, ya produce bastante inquietud. Admite de entrada que el ser humano ha de servir para algo, y que su valor dependerá de aquello que podamos obtener de él. El ser humano es una inversión, una más dentro del sistema, y su rentabilidad vendrá igualmente determinada por el binomio coste-beneficio. De modo que, desprovisto así de valor propio o intrínseco, el ser humano ha pasado a convertirse en un medio, en una pieza más del sistema y no precisamente la más importante. Ahora se parece más a la “herramienta animada” de la que hablaba Aristóteles refiriéndose a los esclavos, o a las “herramientas parlantes” de Varrón. Y el Sistema Educativo es quien, naturalmente, se encarga de fabricar estas herramientas. Durante un tiempo llegamos incluso a pensar que la Educación era un derecho, un medio para borrar las diferencias de clase y uno de los pilares de la democracia que debía garantizar la igualdad de oportunidades a todo el mundo. Pero no es así. Como en tantas otras cosas, la crisis debería abrirnos bien los ojos, porque la educación no forma parte de la Democracia sino del Capitalismo, y está al servicio de éste y no de aquélla.

Fig.1: La producción del Sistema Educativo
Que la educación está al servicio del mercado no debería sorprender a nadie. Todos admitimos que el Sistema Educativo debe proporcionar una formación adecuada para que las personas puedan integrarse en el mercado laboral con cierto grado de éxito en función de la formación recibida. Lo que no sabíamos, al menos no con tanta claridad como ahora, es que esa fue siempre su única función. Es difícil encontrar esto formulado de manera tan explícita y tan clara como en el Informe El valor económico del capital humano en España (Ivie-Bancaja, 2002): “Consideramos el sistema educativo como un sector económico cuya finalidad es combinar diferentes inputs para que los estudiantes adquieran capital humano (…). Los individuos adquieren capital humano para utilizarlos con fines productivos, y así aumentar el valor presente de sus rentas futuras” (fig.1). Desde este punto de vista, el sistema invierte y, por tanto, controla y diseña el Sistema Educativo ajustándolo a sus necesidades porque presupone una relación directa entre la formación de capital humano y su propio mantenimiento y desarrollo. De los muchos ejemplos que se podrían poner para ilustrar esto nos quedamos con dos: Uno, el Anteproyecto de Ley de Reforma Educativa, la Ley Wert que, en su versión de septiembre de 2012, arrancaba así: La educación es el motor que promueve la competitividad de la economía y el nivel de prosperidad de un país. El nivel educativo de un país determina su capacidad de competir con éxito en la arena internacional y de afrontar los desafíos que se planteen en el futuro. Mejorar el nivel de los ciudadanos supone abrirles las puertas a puestos de trabajo de alta cualificación, lo que representa una apuesta por el crecimiento económico y por conseguir ventajas competitivas en el mercado global”. Este texto ha quedado bastante suavizado en la versión definitiva de mayo de 2013 y ha sido relegado a la segunda página. El segundo ejemplo lo encontramos en la nueva asignatura optativa diseñada para Bachillerato en Castilla-La Mancha, Iniciación a la actividad emprendedora y empresarial (DOCM, 26 de julio de 2012). Además de fomentar actitudes emprendedoras al alumnado, la nueva materia se propone como objetivos, entre otros, explicar y transmitir con rigor el papel del empresario, y su función decisiva en la creación de riqueza y generación de puestos de trabajo, dentro de un sistema de mercado, y fortalecer los vínculos entre el mundo de la empresa y el sistema educativo.

Fig.2: Camino a las competencias.
Los jóvenes y las competencias, UNESCO, 2012
Como una buena parte de la educación la financia el Estado, el Estado quiere resultados. Pero no resultados individuales que no le sirven para nada, del tipo, por ejemplo, haber aprendido griego como para leer la Ilíada en esa lengua aún escondida en la nuestra; o haber aprendido a degustar la pincelada de Caravaggio o a emocionarse con los acordes de Mozart; no, eso no vale, eso es puro entretenimiento. Quizá le valga al individuo pero no a la sociedad, y la sociedad quiere saber cuánto de lo invertido en nosotros puede recuperar. Es lo que llama “tasa de retorno”, lo que nos convierte en “capital humano” y nos hace útiles y utilizables, o, mejor, empleables. Eso es lo que quiere saber el sistema y quiere saberlo desde que somos pequeñitos, quiere saber exactamente qué somos capaces de hacer y qué no, y para ello ha elaborado una metafísica capitalista disfrazada de pedagogía que se llama “evaluación por competencias”. Además, ahora una prueba le dirá al Estado al final de cada etapa educativa si la inversión ha sido rentable o ha perdido el tiempo con nosotros, qué tipo de herramienta somos y en función de todo esto nos dará un papel que determinará cuál es nuestra posición dentro del sistema. El lenguaje de la pedagogía lo disfraza a su manera, pero el  informe antes citado del Ivie-Bancaja no se anda por las ramas: Bajo el concepto de capital humano se recogen aspectos relativos a los individuos, como la educación recibida, la experiencia laboral y la capacidad mental y física. La dificultad de cuantificar tales aspectos resulta evidente: habría que valorar no sólo el conjunto de los conocimientos adquiridos por cada individuo y su capacidad para aplicarlos, sino la capacidad para adquirir y aplicar en el futuro nuevos conocimientos. Todo ello debe ser computado, puesto que constituye el conjunto de recursos incorporados a los individuos, recursos que condicionan la capacidad productiva presente y futura de los seres humanos. Por si no estuviera suficientemente claro, el informe del Consejo Económico y Social, Sistema educativo y capital humano (2009), lo sentencia: Tales competencias, entendidas como el conjunto de capacidades, habilidades y actitudes, complementarias a las de carácter técnico, que contribuyen al mejor desempeño del puesto de trabajo, están adquiriendo una importancia creciente como factor de empleabilidad. La literatura especializada distingue ya tres tipos de competencias y nos señala el recorrido educativo necesario para adquirirlas: Básicas (necesarias para conseguir un trabajo que nos permita subsistir, o para continuar nuestra formación), transferibles (capacidad de resolver problemas,.. mostrar dotes de mando y evidenciar capacidades empresariales), y técnicas y profesionales (fig.2).

Así que, según la teoría del capital humano, cuanto mayor es el capital humano de un individuo, mayor es su empleabilidad, su participación en el mercado de trabajo, su movilidad funcional y geográfica y, por tanto, su productividad (El rendimiento del capital humano en España, Ivie-Bancaja, 2007). Pero aquí surge un problema: ¿cuál es el capital humano de un licenciado o un graduado en relación al de un bachiller o alguien que tenga sólo estudios primarios? Y, dado que el empresario cuando contrata a un trabajador lo que hace es comprar su capital humano a cambio de un salario, ¿a cuánto se paga el capital humano de un licenciado, o de alguien que sólo haya concluido la Secundaria? La solución, evidentemente, la tiene el mercado. El mercado decide qué parte del capital humano disponible será utilizado con fines productivos y fija su coste, de manera que, rizando el rizo, y suponiendo una relación directa y proporcional entre formación y salario, se asegura que el capital humano correspondiente a cada tipo de educación se reflejará en los salarios percibidos. Ni más ni menos. Eso sí, el mercado tiene muy claro que el capital humano de un universitario especializado en la filosofía moral del siglo XVI, o en ciertos tipos de análisis teóricos, no será el mismo que el de los especializados en materias más productivas. Por eso se critica con insistencia en este tipo de estudios los excesos permanentes de oferta en algunas titulaciones de humanidades, lo que indicaría una clara inadecuación de las universidades, a las necesidades del mercado. Según el estudio Universidad, universitarios y productividad en España (BBVA, 2012), un graduado en el área de ciencias tiene una probabilidad de ser activo 6,8 puntos porcentuales mayor que un graduado en Humanidades. La diferencia crece hasta 7,2 puntos en el caso de las Ciencias Jurídicas o Sociales, 5,5 puntos para las Ingenierías y otros estudios técnicos y 17,5 puntos para Ciencias de la Salud.  

Aquí es donde empezamos a intuir que la teoría del capital humano no funciona como debería. Incluso considerando a los institutos de Secundaria y a las Universidades como fábricas de mano de obra, de “capital humano”, en donde la cualificación, la utilidad y el precio final del producto dependen del escalón y el itinerario escogido por cada individuo, su cumplimiento exigiría la perfecta adecuación de la oferta con su demanda, es decir, que se fabrica la mano de obra que se necesita y para lo que se necesita, y ni uno más. Pero no es así. De las dos variables en juego, educación y mercado, como es la educación quien está al servicio del mercado y no al revés, se responsabiliza del desajuste a la educación, y es por ello objeto de interminables reformas, considerándolo siempre un modelo fracasado. Pero si examinamos las dos variables para el caso español, resulta difícil acusar a la educación y no a la economía del fracaso.

Fig.3: Evolución de la formación de la
población adulta en España 1997-2007
En 1964 sólo el 10% de la población en edad de trabajar (más de 16 años) tenía estudios medios o superiores. En el año 2000 este último grupo ya supone el 55% de la población. En el año 2007 el 29% de la población adulta (entre 25 y 64 años) tenía estudios universitarios. El 22% tenía estudios de bachillerato o de grado medio y el restante 49% estudios de Primaria o Secundaria (fig.3). A pesar de esto, las tasas de acceso a la Universidad (porcentaje de alumnos del total de cada año en edad de comenzar estudios universitarios) han ido bajando desde el año 2002, debido fundamentalmente a la fase expansiva de la economía en España basada en la construcción, lo que hacía más atractivo a los jóvenes el acceso temprano al mercado laboral. Desde 2008 y a causa de la crisis, las tasas de acceso han vuelto a subir, incluso por encima de los valores previos a la crisis, del orden del 52% (Panorama de la educación en España, OCDE, 2012).

Fig.4: Coste anual por trabajador
según el nivel de Formación
España es además el país donde menos diferencias salariales hay entre los distintos niveles educativos (fig.4) La diferencia entre un graduado universitario y una persona que tenga sólo estudios secundarios es del 47%, cuando en otros países es mucho más amplia, así, en Estados Unidos es del 110% y en Reino Unido del 89%. Un par de datos más. España es también el país con un mayor porcentaje de contratación temporal, más del 30%, el doble que la media de la UE-27, y este tipo de contrato afecta al 55% de los jóvenes entre 16 y 30 años. De manera que es también España el país con el mayor índice de sobrecualificación de Europa (fig.5). El nivel de la población empleada ocupando empleos por debajo de su formación en 2007 estaba en el 25%. La crisis elevó la cifra hasta el 40% en 2010.

Fig.5: Nivel de sobrecualificación en la OCDE
¿Fracaso del Sistema Educativo o de la economía? ¿Sobrecualificación o subempleo? Tenemos que pensar de otra manera. Hay que abandonar la teoría del capital humano para dar una explicación al caso español, pues nuestra economía, basada tradicionalmente en el sector servicios, especialmente en las actividades relacionadas con el turismo al que la etapa del ladrillo no es ajena, nunca demandó mano de obra cualificada, al menos no en las cantidades en las que ésta salía de las facultades. La existencia permanente de este fenómeno de la sobrecualificación, si seguimos utilizando el lenguaje que más interesa al sistema, prueba que la realidad está más cerca del credencialismo que del capital humano, en todas partes, pero con más claridad en España. Según esta teoría, la educación no aumenta la productividad de los individuos, sólo proporciona una señal a los empresarios sobre las posibilidades de su productividad. A falta de indicios externos que el empresario pudiera evaluar por sí mismo acerca de las posibilidades de un trabajador, acepta el título educativo como un indicio objetivo que le proporciona el sistema para distinguir a unos trabajadores de otros. De hecho, el empresario confía más en la experiencia que en la formación recibida por su empleado, por eso el primer empleo que el mercado le ofrece no tiene nada que ver con su formación, con lo que el fenómeno de la sobrecualificación se dará siempre, disminuirá en épocas de expansión económica y aumentará en épocas de crisis, pero nunca desaparecerá. Sólo con el tiempo, y previa evaluación directa del empresario, el trabajador podrá ir promocionando y alcanzando puestos y retribuciones salariales cercanas a su formación, que, a su vez, se ajustarán a la oferta de mano de obra de los individuos que compitan en el mercado laboral con sus mismas credenciales. El Sistema Educativo no es más que un mecanismo “objetivo y abierto” de selección de personal laboral puesto al servicio del mercado.

Dicho así, parece demasiado radical, pero de nuevo hay que fijarse en las políticas educativas y económicas puestas en marcha por el gobierno para comprobar de qué manera todo cobra sentido, y cómo se está llevando el proceso de ajuste entre la educación y las demandas reales del mercado laboral. Para empezar, nuestra economía sigue apostando por el turismo y el ladrillo, según se deduce de la Ley de Costas aprobada en 2012 mientras que el presupuesto en Investigación y Desarrollo sigue recortándose. Por eso al mercado la educación le ha parecido siempre un sistema demasiado caro, pues los beneficios sociales que espera obtener de la inversión realizada por cada individuo son menores a sus costes. Y de ahí la resistencia a aumentar los recursos en educación y la insistencia en negar una relación directa y sistemática entre recursos económicos y calidad de la educación. Y pretende convencernos que tanto o más importante que los recursos son la motivación y el esfuerzo de los profesores y los alumnos. Valor obrero donde los haya, y del engaño propio de la meritocracia, esta “cultura del esfuerzo”. Y por ahí van las políticas del ministro Wert, en disminuir los recursos destinados a la educación y exigir más esfuerzo a los que menos tienen. Se pretende con ello mantener un hipotético derecho a la educación pero impidiéndolo en la práctica a las clases más desfavorecidas, poniendo barreras económicas difíciles de superar en época de crisis. La primera barrera se encuentra ya en el examen de acceso a la Universidad, cuyo coste puede superar los 200 euros en algunas Comunidades. En la Rioja, donde cuesta 243 euros, el número de estudiantes que se presentó a las pruebas de este año ha bajado un 3,5%. Se han endurecido los requisitos para acceder y mantener las becas, y las tasas universitarias han subido considerablemente. En Madrid, Castilla y León, Canarias, Valencia, Castilla-La Mancha y Cataluña han subido entre un 20% y un 60%. La Jaume I de Valencia, en donde las tasas han subido un 33%, el número de matrículas ha bajado un 8,6%. En Madrid, la Comunidad más cara para estudiar, en las carreras de humanidades (las que “sobran”) la subida ha sido del 92%, mientras que para las de ciencias la subida es del 50%. Aunque las Universidades admiten los pagos fraccionados, los rectores calculaban que entre 20.000 y 30.000 estudiantes en toda España podían ser expulsados de la universidad…Pero el señor Ministro de Educación dijo en septiembre, y sin pestañear, que sólo eran 10.000 los estudiantes que podían quedar fuera del Sistema Educativo por no poder pagar las tasas ni tener derecho a una beca.

Otra vez, la crisis es la oportunidad perfecta para poner a cada uno en su sitio, pues lo que se pretende es devolver a las clases populares al lugar que ocupaban en el capitalismo del siglo XIX, y del que, al parecer, nunca debieron salir.