domingo, 2 de noviembre de 2014

Podemos y el gato de Schrödinger


El gran Leviatán ha despertado de su letargo. Desde que Podemos hizo su aparición en el escenario político español el gran Leviatán del Capitalismo absoluto no ha parado de  echar espuma por la boca y de escupir fuego sobre la formación. De todos los descalificativos que se han vertido sobre Podemos hay dos que se repiten constantemente: Que es populista, y que sus propuestas, su programa, es “poco realista”, cuando no directamente utópico e irreal. Sobre la acusación de populismo poco hay que decir, salvo que mueve más a risa que a preocupación. Si por populistas hemos de entender a los partidos políticos que basan su poder en el apoyo del pueblo obtenido mediante un discurso destinado a complacerle, resulta gracioso que esta acusación provenga de un partido que ganó las elecciones regalando los oídos de su electorado prometiendo lo que sabía que no iba a cumplir, y engañando a los incautos ocultando aquello que sí iba a hacer. Así que su programa, además de populista era completamente irreal. De cualquier manera, ¿qué partido, cuando está en la oposición, o en campaña electoral, no es populista? ¿Es necesario recordar también todo lo que prometió el PSOE que haría en las últimas elecciones, y que, al parecer, no tuvo tiempo de hacer en los 21 años anteriores que estuvo en el gobierno?

Personalmente me da más miedo la acusación de “poco realistas” cuando se refieren a las ideas y a las propuestas de Podemos, y más cuando proviene de los gobernantes pasados, presentes o futuros, porque delata una posición de partida del que lanza la acusación bastante preocupante. Porque, ¿qué significa exactamente “poco realistas”? ¿Qué realidad es la que se toma como punto de referencia para afirmar si una idea es realista o no? ¿Y esa realidad, cualquiera que sea, es inamovible?, ¿no puede cambiarse? Parece que nos estemos metiendo en un problema de mecánica cuántica, y que queramos buscarle tres pies al gato, al gato de Schrödinger, de ese dichoso gato que no sabemos si está vivo o muerto hasta que no abrimos la caja. Pero esto es más sencillo, porque todo lo que hacen los humanos los humanos lo pueden cambiar, pues aquí también, como en la famosa paradoja, la realidad es alternativa y no existe hasta que el observador no interviene.

Si retornamos a la pregunta inicial, ¿qué quiere decir un gobernante (presente o futuro) cuando acusa a las propuestas del adversario de ser poco realistas? ¿Significa que no tiene más remedio que aceptar las reglas de juego impuestas por el capitalismo absoluto, o de eso que ahora llamamos “los mercados”? ¿Que acepta como único marco de referencia ideológico el ideario del liberalismo conservador aún cuando no lo comparta? ¿Significa que él mismo no está dispuesto más que a moverse en los márgenes y en los límites que el mercado y sus intereses le permitan? En la acusación de “irreal” lanzada al adversario político va implícito un reconocimiento de resignación, conformismo e incapacidad para gobernar un estado con iniciativas y políticas propias, y viene a confirmar la ineficacia del Estado-Nación para hacer efectivo el Contrato Social originario establecido con sus ciudadanos. Y, de paso, y para que no quede nada en pie, quien lanza semejante acusación traslada de facto la soberanía del conjunto de los ciudadanos a los mercados financieros y convierte las elecciones, el Parlamento, a sí mismo y a la democracia entera en una simple farsa. Si todo esto va implícito en esa acusación, ¡qué decir cuando el mensaje se hace explícito, y además en sede parlamentaria! Lo hizo Rajoy el 11 de julio de 2012 cuando, incumpliendo lo prometido en campaña electoral, se aprobaron los primeros recortes y la subida de impuestos: “Hacemos lo que no nos queda más remedio que hacer, tanto si nos gusta como si no (…) Los españoles hemos llegado a un punto en que no podemos elegir (…) no tenemos esa libertad. La única opción que la realidad nos permite es aceptar los sacrificios…”. Esta es, pues, nuestra “democracia representativa”,  aunque escuchando al presidente del gobierno, ya no sabemos a quién o qué representa.

Repitamos… La única opción que la realidad nos permite es aceptar los sacrificios. Pero, aún no me queda claro de qué realidad hablaba Rajoy. Es más, estaría por apostar que está confundiendo ideología y realidad. Y esto, el capitalismo, lo ha sabido hacer my bien. Ha conseguido que esa confusión se instale como si fuese un dogma de fe incuestionable, incluso entre aquellos que se quedan al margen del sistema, expulsados por el propio capitalismo, y condenados por ello a la resignación ante una “realidad” que les ha caído como si fuese un cataclismo natural. Y no es así. Existe otra realidad, pero esta es medible, cuantificable, que aparece y se agrava precisamente como consecuencia de las políticas económicas llevadas a cabo desde determinadas posiciones ideológicas. Son los datos, pequeños trozos de realidad pegados a un número. No estaría de más recordar algunos. Según el último informe de Unicef, la pobreza infantil en España ha pasado del 28% al 36% en los últimos 5 años. Según Cáritas, la población socialmente excluida en España asciende al 25%, unos 11,7 millones de personas. De estos, el 77% sufren exclusión del empleo, el 61,7% exclusión de la vivienda y el 46% exclusión de la salud. Todo esto quiere decir que las personas que disfrutan de una situación de integración social plena es ya una estricta minoría y en la actualidad representa tan solo el 34,3%, mientras que en 2007 superaba el 50%. En 1,7 millones de hogares (unos 4 millones de personas), no puede asumirse el coste de la energía necesaria para asegurar unas condiciones de habitabilidad aceptables. Igualmente, en 636.000 hogares (el 3,6% de la población) no entra ningún tipo de ingreso…esta es la realidad de nuestro país. ¿Hay que admitir esta realidad con la misma resignación que admitimos las catástrofes naturales? ¿De verdad no se puede hacer nada para cambiarla? Es evidente que, si a esta situación nos ha conducido unas políticas económicas llevadas a cabo desde una ideología, otras políticas, desde otra ideología, más preocupada por la situación de las personas y menos por los intereses de los mercados, podría cambiarla. Y se ha intentado.

Se ha intentado, y la ideología, no la realidad, lo ha impedido. En diciembre de 2013 el PP rechazó en el Congreso una propuesta de la Izquierda Plural para que no se cortase la luz, el gas o el agua durante el invierno a las familias que no pudieran afrontar su coste. La pobreza energética afecta casi al 18% de los hogares, 1,4 millones de viviendas sufrieron cortes de luz en 2012, y puede acarrear entre 2.300 y 9.000 muertes prematuras al año (Observatorio Español de Sostenibilidad). La portavoz de Iniciativa per Catalunya Verds, Laia Ortiz, casi rogaba: “Les planteamos un instrumento legislativo, una medida concreta, para paliar ese sufrimiento. No estamos hablando de medidas complicadas ni tampoco de cifras presupuestarias. Es cuestión de voluntad  política y de valentía para defender el interés general frente a las corporaciones y al interés particular y el negocio”. La medida, calificada de “demagoga”, fue rechazada con el único voto en contra del PP.

Aunque más sorprendente ha sido la suerte que ha corrido el decreto antidesahucios de la Junta de Andalucía. El parlamento de Andalucía había aprobado una serie de medidas para asegurar el valor social de la vivienda (y no un mero bien de consumo sujeto a las leyes del mercado) que permitía la expropiación temporal durante 3 años a los bancos de aquellas viviendas que estuviesen habitadas por familias en riesgo de exclusión social para evitar su desalojo. No hay que olvidar que en 2012 hubo 75.375 ejecuciones hipotecarias, un aumento de 72% con respecto a los datos de 2008; y que cerca del 75% de estos desahucios afectaron a la vivienda habitual. El decreto andaluz también multaba a las entidades que mantuviesen viviendas vacías y se negasen a negociar un alquiler social. Inmediatamente, la Comisión Europea y el BCE arremetieron contra la medida alegando que podía tener consecuencias negativas “para el sistema financiero en su conjunto", por las multas directas impuestas a la banca, y que podría producirse una “reducción del apetito de los inversores por los activos inmobiliarios españoles, así como un deterioro en el valor de las carteras de activos inmobiliarios de los bancos y de la capacidad de los bancos de colocar en los mercados cédulas hipotecaras". Es decir, evitar echar a la gente a la calle es malo para el negocio bancario. El gobierno recurrió pues el decreto andaluz ante el Tribunal Constitucional alegando invasión de competencias y el TC suspendió su aplicación en julio de 2013.

Resulta sorprendente la decisión del TC porque el decreto andaluz pretendía precisamente aplicar los principios establecidos en la propia Constitución española, en concreto el artículo 47 que establece que «todos los españoles tienen derecho a disfrutar de una vivienda digna y adecuada». Igualmente, el artículo “exhorta a los poderes públicos a promover las condiciones necesarias y establecer las normas pertinentes para hacer efectivo este derecho, regulando la utilización del suelo de acuerdo con el interés general, para impedir la especulación”. La sorpresa no es menor cuando el gran Leviatán, primero por boca de Felipe González y después por la de Esperanza Aguirre animaban a un pacto entre las “fuerzas constitucionalistas” para detener el avance de Podemos. Debe ser que se les ha olvidado completamente lo que dice la Constitución, o que también la consideran un documento utópico e irreal, como el programa de Podemos. Es cierto que éste es más un ideario de posicionamiento político que un programa de acción de gobierno, pero eso no disminuye en absoluto su valor, porque, como la Constitución, como la Declaración Universal de los Derechos Humanos, señala el horizonte al que hay que orientar la acción política. Y ese es el valor de las utopías. La utopía evita el desasosiego, el conformismo y la resignación, y nos obliga a emprender el camino del “ser”, al “deber”, porque sólo percibiendo las injusticias del presente es posible trabajar para corregirlas, dejar atrás el mundo “como es”, y aproximarse al cómo “debería ser”. Y así ha sido hasta ahora. La sociedad ha cambiado, ha progresado gracias a personas que se negaron a aceptar la “realidad” tal y como le venía dada, y lucharon para cambiarla. ¿Dónde estaríamos ahora de haber sido “realistas”? ¿Aplicando el Código de Hammurabi?, ¿en la época de los Señores y los siervos?, ¿en la monarquía absoluta por derecho divino?, ¿sufriendo aún la explotación laboral de la primera industrialización?, ¿dónde?

Quizá haya que recordar a los “partidos constitucionalistas” las utopías poco realistas de la Constitución española para que piensen bien antes de mencionarla si de verdad quieren identificarse con ella, porque, al defenderla, y a la vista de los recortes perpetrados por la ideología dominante, podrían fácilmente ser calificados de “antisistema”, otro término despectivo muy de su gusto. Por ejemplo, ya en el Preámbulo se expresa la utopía máxima, el deseo de establecer “la justicia, la libertad y la seguridad, y promover el bien de cuantos integran” la nación española, así como “garantizar la convivencia democrática dentro de la Constitución y de las leyes conforme a un orden económico y social justo”; y, por último, “promover el progreso de la cultura y de la economía para asegurar a todos una digna calidad de vida”.

Además, se establece que “las normas relativas a los derechos fundamentales y a las libertades se interpretarán de conformidad con la Declaración Universal de Derechos Humanos” (art. 10.2), “un sistema tributario justo inspirado en los principios de igualdad y progresividad” (art. 31.1), una remuneración suficiente para satisfacer las necesidades del trabajador y las de su familia (art. 35.1), la protección social, económica y jurídica de la familia (art. 39.1), la protección de la infancia (art. 39.4), mantener “un régimen público de Seguridad Social para todos los ciudadanos que garantice la asistencia y prestaciones sociales suficientes ante situaciones de necesidad” (art. 41), “organizar y tutelar la salud pública a través de medidas preventivas y de las prestaciones y servicios necesarios” (art. 43.2),  el “derecho a disfrutar de una vivienda digna” (art. 47), y realizar “una política de previsión, tratamiento, rehabilitación e integración de los disminuidos físicos, sensoriales y psíquicos, a los que prestarán la atención especializada que requieran”. Por si esto fuera poco, la CE afirma que “toda la riqueza del país en sus distintas formas y sea cual fuere su titularidad está subordinada al interés general”, y que el sector público podría reservarse recursos o servicios esenciales si así “lo exigiere el interés general” (art. 128).


Bienvenida sea pues una formación política dispuesta a no renunciar a los mandatos de la Constitución, especialmente el que insta a “remover los obstáculos que impidan o dificulten” que los derechos en ella recogidos “sean reales y efectivos” (art. 9.2), porque los partidos tradicionales, postrados por exceso de realismo ante el Capitalismo absoluto, hace tiempo que renunciaron a ello.

sábado, 7 de junio de 2014

Naciones establo (y III): El mercado global

El ejemplo de la ampliación de la UE hacia el Este analizado en el artículo anterior demuestra hasta qué punto las naciones se ven incapaces de actuar de marco protector de los ciudadanos a los que supuestamente representa. Incluso en un mercado integrado como es la Unión Europea el capital ha conseguido hacer converger las condiciones macroeconómicas que dificultarían la libre circulación de capitales y de mercancías (moneda única, déficit, deuda, inflación, etc.) al mismo tiempo que mantiene las diferencias nacionales en materias tan importantes como la fiscalidad, los mercados laborales y los sistemas de protección social. Obteniendo mayores ventajas con la división que con la unión, es muy difícil que en esta Europa de los mercaderes se avance en una unión política que pudiera corregir los desequilibrios regionales. Una vez conseguida la unión del mercado, el capital sólo requiere del poder político la vigilancia y cuidado del orden establecido. O, como se afirma de manera explícita en sus documentos, que sean meros “guardianes de la competitividad”.

Si salimos del mercado común europeo y pensamos ahora en el mercado global las conclusiones son las mismas, pero las ventajas para el capital son infinitamente mayores, porque mientras que el dinero y las mercancías tienen libertad de movimiento, la mano de obra permanece recluida en un mundo desigual, en un mundo de ricos y pobres, pero tan útil la diferencia en la escala global como lo es en la pequeña escala europea. Mantener estas reservas es fundamental para el capitalismo, pues, de otro modo, como sostiene Immanuel Wallerstein, “la libre circulación de personas socavaría el sistema mundial de costes laborales diferenciados, tan decisivos para maximizar los beneficios a escala mundial”.

Así que los salarios nacionales de los diferentes países no dependen ya solamente de la estructura laboral propia, sino del nivel salarial existente en las regiones en desarrollo en donde las reservas de mano de obra barata no para de crecer. Según un informe del FMI del 2007, la globalización es responsable de la disminución de 7 puntos en los salarios de los países industrializados en los últimos 25 años. Una de las razones, apunta el informe, es que la masa laboral mundial se ha multiplicado por cuatro con la incorporación al mercado de los trabajadores del sudeste asiático, China, India y la Europa del Este. Según previsiones de la ONU, la población en edad de trabajar crecerá aún un 40% más hasta 2050. En su Informe Mundial sobre Salarios 2012/2013, la OIT confirma el aumento del capital en el reparto de la renta al tiempo que disminuye la participación de los salarios, causada, asegura, por el “avance tecnológico, la globalización del comercio, la expansión de los mercados financieros y la declinación en densidad sindical, lo cual ha erosionado el poder de negociación de los trabajadores”. Dicho en lenguaje llano, la libertad de movimiento otorgada al capital y a las mercancías, y negada a la mano de obra, ejerce sobre ésta una presión insostenible que se traduce en el chantaje de la deslocalización si no se accede a reducir salarios y derechos laborales. De nuevo, el experimento europeo aplicado a escala global.

Fig.1: Las deslocalizaciones a escala global
Según el McKinsey Global Institute el mercado planetario de las deslocalizaciones movió en 2010 110 mil millones de dólares, frente a los 30 mil de 2005. Eso supone que 4,1 millones de empleos se realizan en centros deslocalizados. Este fenómeno, que en realidad se traduce en la contratación de mano de obra barata en los países del Tercer Mundo, es un fenómeno imparable, porque, en palabras de Raghuram Rajan, economista jefe del FMI en 2005, “es intrínseco a una economía dinámica”. En una primera oleada de deslocalizaciones el trabajo directamente afectado era trabajo de baja cualificación ligado a los procesos industriales. En el caso de España, África, y especialmente Marruecos, ha sido el área más atractiva para las deslocalizaciones. La cercanía y una mano de obra a 0,87 euros la hora han sido sus principales atractivos. Después de Francia, es España el país que más ha invertido en el área con más de 800 empresas de todos los sectores y tamaños: Mondragón, Indo, Abanderado, Roca, Simón, El Corte Inglés…En 2008 el textil español daba trabajo al 50% de los trabajadores de Marruecos. En la otra cara de la moneda, si en los años 90 el sector empleaba a más de 300.000 trabajadores, en 2013 se contabilizan unos 135.000. En la actualidad, Mango, Inditex y Cortefiel tienen el 90% de su producción localizada fuera de España, en países del Tercer Mundo, fundamentalmente África y Asia. De hecho, según la Conferencia de las Naciones Unidas sobre Comercio y Desarrollo, Asia concentra casi el 60% de las inversiones directas extranjeras atraídas por unos costes y unas condiciones laborales rayanas en la esclavitud (fig.1). Además, para incrementar la producción sin aumentar los costes, muchos empresarios utilizan el trabajo a destajo, establecen objetivos de producción excesivos o falsifican el registro de horas trabajadas. En la provincia china de Guangdong las jóvenes hacen 150 horas extras al mes en las fábricas de confección, pero el 60% no tiene contrato de trabajo y el 90% no tiene acceso a la seguridad social. Menos de la mitad de las mujeres empleadas en el sector de la exportación de textiles y de prendas de vestir en Bangladesh tiene contrato de trabajo y la gran mayoría no tiene bajas de maternidad o cobertura sanitaria. Así que los costes laborales de una camiseta fabricada en los países subdesarrollados que se vende a 29 euros en Europa son de 0,18 euros (fig.2).

Fig.2: Desglose de los gastos de una camiseta
El desplome del edificio Rana Plaza en Bangladesh en el que murieron 1.127 personas volvió a recordar al mundo las miserables condiciones en las que se trabaja en los llamados países emergentes, presionados por un mercado global que demanda productos cada vez más baratos. Oxfam internacional había denunciado ya en 2004, en su informe Más por menos. El trabajo precario de las mujeres en las cadenas de producción globalizada, cómo, el modelo de negocio preponderante, el just in time delivery (“entrega justo a tiempo”), con sus exigencias de producir siempre “más rápido”, “más flexible” y “más barato” había facilitado la aparición de empresas e intermediarios subcontratados entre las multinacionales y las cadenas de suministro. El distanciamiento geográfico y  administrativo entre los centros de decisión y el lugar de fabricación explican un contexto global donde las responsabilidades se diluyen y el rendimiento de cuentas se dificulta. Y es lo que ha pasado en el accidente de Bangladesh. Ninguna de las grandes marcas para las que se trabajaba confeccionando o empaquetando ropa, Inditex, El Corte Inglés, Walmart, H&M, Benetton, Le Bon Marché o Primark, quería asumir ningún tipo de responsabilidad en el accidente, aunque la presión internacional sí ha logrado que se firme el Acuerdo Bangladesh para que se aumenten las inspecciones a los talleres e indemnizar a las víctimas mediante un Fondo de Compensación recaudado entre las multinacionales. Las protestas en Bangladesh, y en otros lugares como en Camboya, o incluso en China para reclamar mejoras laborales y aumentos de salarios están provocando que el capital empiece a mirar hacia otras reservas de mano de obra. H&M, por ejemplo, ha anunciado que empezará a surtirse en África subsahariana, en fábricas de Etiopía y Kenia.

Fig.3: Tasa de emigrantes altamente cualificados
en países de la OCDE
Pero los mecanismos transnacionales de dominación y explotación de la mano de obra a escala global no se detienen en la búsqueda constante de estos ejércitos de reserva, sino que reclama y atrae a la mano de obra cualificada. Para este tipo de mano de obra sí existe una cierta libertad de movimientos, y cuanto más cualificada, más libre. No hay que olvidar que en el capitalismo esta mano de obra es, ante todo, “capital humano”. Formado en cualquier parte del mundo, pero igualmente disponible para el sistema, este tipo de mano de obra sí es bien acogida en los países desarrollados (fig.3). El subdesarrollo es por tanto un producto del desarrollo, y a través de la migración internacional de la mano de obra cualificada se perpetúan y se refuerzan las desigualdades entre las regiones, entre el Centro y su Periferia. Según un informe de la UNESCO, en los países de la OCDE, el número de inmigrantes altamente calificados casi se duplicó en la última década, pasando de 12 a 20 millones de personas. Seis de cada diez migrantes muy calificados residentes en países de la OCDE en 2000 procedían de países en desarrollo. Calcular la fuga de cerebros como una proporción del total de la fuerza laboral educada ilustra muy bien las presiones ejercidas sobre el mercado laboral local. La tasa está entre el 33% y el 55% en Angola, Burundi, Ghana, Kenya, Mauricio, Mozambique, Sierra Leona, Uganda y Tanzania. La proporción es aún mayor, en torno a un 60%, en Guyana, Haiti, Fiji, Jamaica y Trinidad y Tabago. Y cuanto más se invierte en educación y más aumenta la masa laboral cualificada mayor es la fuga de cerebros. En 2008 en algunos países del Caribe la tasa superaba el 80%. Traducido a hechos cotidianos, puede suponer que, por ejemplo, desde 1990 20.000 médicos, profesores universitarios, ingenieros y otros profesionales hayan emigrado anualmente de países africanos a países industrializados, o que Ghana perdiera ya hasta ese año el 60% de sus médicos.

Existe, por tanto, un mercado dual organizado a escala planetaria en el que un sector primario de uso intensivo de capital tiende a concentrarse en los países desarrollados, mientras que el sector secundario de uso intensivo de mano de obra ha quedado relegado a los países en desarrollo. Si en el primer caso el sistema necesita el traslado de la mano de obra calificada desde los centros de formación hacia los centros de producción; en el segundo caso el sistema necesita que la mano de obra no cualificada se mantenga retenida en los centros de producción. De esa manera, y una vez conseguida la libertad de movimientos de capitales y mercancías, mientras se impide la circulación del trabajador hacia las economías desarrolladas (con mercados protegidos), sí circula el producto de su trabajo, conseguido con salarios y jornadas de explotación hacia los centros de consumo donde se venderán a precios mucho más altos y con unos márgenes de beneficios desorbitantes, mientras los trabajadores apenas consiguen salir de la pobreza.

Fig.4: Empleos perdidos por deslocalización en España
2000-2007
Siendo cierto todo lo anterior, desde el cambio de milenio, y gracias al desarrollo de las tecnologías de la información y la comunicación, estamos asistiendo a una segunda fase en el fenómeno de las deslocalizaciones que necesita también de los cerebros que se queden retenidos en sus lugares de origen. Las deslocalizaciones de BPO, o de Gestión de Procesos de Negocio (por sus siglas en inglés, Business Process Outsourcing) afectan a los servicios de contratación de personal, contabilidad, call centers o teleoperadores, asesoría jurídica o informática, diseño, contabilidad, trámites y gestión de datos, etc. Para los países anglosajones India es el paraíso de los teleoperadores. Allí, un teleoperador especializado en informática puede cobrar unos 4.100 euros al año, mientras que en el Reino Unido cobra 18.700. En Estados Unidos el 23% de los empleos del sector informático está subcontratado en países emergentes. Para España América Latina es el paraíso de los call centers. Aunque aprovechando la crisis y el consiguiente desplome de los costes laborales muchas empresas están relocalizando en España, Telefónica, Jazztel, Orange o Vodafone, siguen teniendo gran parte de sus servicios de venta o de asistencia al cliente subcontratados a empresas de teleoperadores de Argentina, Chile o Colombia. Si unimos esta segunda fase de deslocalizaciones a la primera, resulta que en España las deslocalizaciones han aumentado considerablemente desde el año 2000. Sólo en los 5 años siguientes al cambio de milenio se realizaron 240 operaciones. Y si prolongamos el periodo hasta 2007, se han perdido anualmente unos 8.000 puestos de trabajo, aunque el pico se dio en 2006 con la pérdida de 15.000 empleos (fig.4).


Así que la globalización ha obligado a las naciones a renunciar a su soberanía económica, y está obligando a los gobiernos a desmantelar los mecanismos de protección de sus ciudadanos. Un mercado laboral regulado y protegido contra la explotación ahuyenta el capital. Y para atraerlo, las naciones-establo han iniciado una carrera hacia los mínimos, rebajando salarios y estableciendo una regulación fiscal tan laxa que le permite al dinero entrar con la misma facilidad con la que le permite marcharse. El Estado-nación ha quedado así obsoleto, ha sido sobrepasado por el capitalismo y está tan debilitado que ya sólo se limita a controlar y adecuar los flujos de mano de obra a las necesidades del mercado global. Y el mercado necesita reservas de mano de obra, retenida, recluida en los límites de la nación establo, tan explotable como pobre e inmóvil se mantenga. La circulación de bienes sustituye a la circulación de personas, y la libertad de movimientos del capital es suficiente para obligar a los trabajadores a aceptar recortar salarios y derechos laborales con el fin de mantener sus empleos y evitar que la empresa se vaya a otra parte. Las fronteras, las vallas, vestigios del Estado-nación, en realidad no sirven para defendernos de ninguna invasión, sino para mantenernos a buen recaudo, listos y dispuestos a la explotación. Imaginemos, como propone Joseph Stiglitz, un mundo al revés, un mundo en donde la mano de obra pudiese circular libremente pero no el capital. Los países competirían para atraer trabajadores. Prometerían buenos sueldos, buenos colegios para sus hijos, seguros médicos, menos impuestos al trabajo y más a las rentas del capital con los que se financiarían los servicios públicos…Pero, concluye Stiglitz, “ese no es el mundo en que vivimos, y en parte se debe a que el 1 por ciento no quiere que sea así”.

domingo, 1 de junio de 2014

Naciones establo (II): El mercado europeo

Junto al paro, analizado ya en el primer artículo de esta serie, existe otra estrategia que el capital esgrime con frecuencia para convencer a los trabajadores de que deben aceptar cada vez peores condiciones laborales: la competitividad. Este concepto se aplica de forma interesada en el mercado internacional entre las distintas naciones, como si éstas funcionasen como las empresas, y como si el comercio exterior entre los países fuese un juego de “suma cero” en el que no fuese posible entrar más que sacando a empujones a otros jugadores. De manera que, antes de seguir adelante, debemos saber exactamente de qué estamos hablando. Se han concebido muchas definiciones para el término competitividad según sean los sujetos obligados a competir, pero aquí nos interesa el concepto aplicado a las naciones. Así lo define la OCDE: “La competitividad de las naciones es el grado en que un país puede, bajo condiciones de mercado libre y transparente, producir bienes y servicios que son aceptados en los mercados internacionales, mientras simultáneamente mantiene e incrementa los ingresos reales de la población en el largo plazo”. La Unión Europea la define como «la capacidad de la economía para garantizar a la población un nivel de vida cada vez mayor y una tasa de empleo alta sobre bases sostenibles». Dicho de otro modo, la competitividad es compatible con el progresivo incremento de los salarios y con el mantenimiento de mercados laborales regulados y protegidos. O mejor aún, la competitividad “bien entendida” tiene un fin, el bienestar de la población, y no es un fin en sí misma. Es evidente que no es esta la definición que quieren oir los empresarios, aunque para ellos la competitividad tampoco sea el fin, sino el medio para hacer justo lo contrario: desregular el mercado laboral y bajar los sueldos, casi hasta el límite de, diría Adam Smith, la simple humanidad, aunque también aquí la expresión es confusa porque se trata del mínimo imprescindible para mantener a los trabajadores no como hombres, sino como obreros.

Rebajando el coste de la mano de obra, argumentan, se pueden bajar los precios de los productos y así conquistar cuotas de mercado. Pero, no sólo no hay garantías de que la rebaja del coste laboral repercuta en una bajada de los precios, sino que hemos debido olvidar que el precio del producto lo fija el empresario en función de una serie de costes, siendo el salario uno más, y a veces no el más importante. En los países desarrollados la participación del salario en el precio final de los productos está entre el 10 y el 15%. Recordemos que además están los costes en materias primas, energía, transporte, tecnología, investigación, publicidad y, por supuesto, el margen de beneficios. Así por ejemplo Nike pagaba en 2006 13 millones de euros al año a la selección nacional de fútbol de Brasil, y Adidas 1,5 millones de dólares al año a Zinedine Zidane. Mientras tanto, los trabajadores asiáticos que fabrican las botas de fútbol y otros elementos del equipamiento deportivo que llevan los jugadores cobraban sólo 3,76 euros por un día de trabajo. Por eso no hay duda de que detrás del argumento de la competitividad se esconde otra lucha; la que mantienen los trabajadores y el capital por el reparto de la renta producida. Sin un aumento de la productividad real, esta lucha sí es un juego de suma cero.

Fig.1: Aportación de la balanza
comercial al crecimiento del PIB, 1996-2012
Para probar esto es necesario examinar la importancia del sector exterior en la generación de riqueza y bienestar nacional. Es verdad que la aportación total del sector exterior al PIB se ha ido elevando en los últimos años hasta un 34% en 2014. Pero hay que añadir inmediatamente que en ese dato está incluida la balanza de bienes y servicios, y que si, tradicionalmente las cuentas se cerraban en positivo se debía a la aportación de los ingresos por turismo, no por nuestra capacidad exportadora. Es más, si hoy las exportaciones de bienes superan a las importaciones se debe en gran medida a la caída de éstas últimas. Por ejemplo, en 2013 tuvimos un superávit de 635 millones de euros. La explicación: las exportaciones apenas crecieron en 400 millones de euros (de 19.888 a 20.288 millones), mientras las importaciones de mercancías menguaban ocho veces más, en 3.480 millones (de 23.134 a 19.654 millones con respeto a 2012). Se podría argumentar que se está produciendo un fenómeno de sustitución, (de los bienes extranjeros por los nacionales), pero se da la circunstancia de que en estos años la demanda interna no ha parado de bajar, y sólo empezó a moderarse en 2013. Por otro lado, la aportación de las exportaciones al crecimiento del PIB anual es bastante modesta (fig.1). La aportación media de las exportaciones al crecimiento del PIB entre 1996 y 2007 fue de 1,7 puntos porcentuales, mientras que su aportación media entre 2010 y 2012 fue de 1,9 puntos. Si lo unimos al dato de las importaciones, resulta que la aportación total del sector exterior al crecimiento fue de -0,8 puntos entre 1996 y 2007 y de 1,7 puntos entre 2010 y 2012. Con estos datos, podemos subrayar la afirmación de Paul Krugman, cuando sostiene que “los niveles de vida de un país están muy claramente determinados por factores domésticos antes que por algún tipo de competencia en los mercados mundiales” (El Internacionalismo moderno. La economía internacional y las mentiras de la competitividad).

Sin embargo la excusa de la competitividad sí ha servido para bajar los salarios, según el BBVA, hasta un 7,1% desde 2010, al tiempo que aumentaban los precios de las exportaciones un 2,2% más que la media de los países desarrollados, y el índice de precios industriales español ha crecido igualmente un 2,5% más. Y así llegamos a la conclusión enunciada antes. La rebaja de los costes salariales de los trabajadores nacionales no sirve para abaratar precios y competir en el mercado exterior, sino para aumentar el margen de los beneficios del empresariado.

También es posible que no se trate de vender más y mejor en el mercado internacional, sino de atraer inversión extranjera o evitar que ésta se vaya abaratando la totalidad de los costes laborales nacionales. El objetivo entonces es convertir al país entero en una “ejército de reserva de mano de obra barata”, en un establo nacional que pueda competir con el resto de los establos de la economía globalizada. De nuevo, el insigne jefe de la patronal española nos pone en la pista del camino correcto. En un reciente debate con los sindicatos organizado por el diario El País, Joan Rosell defendía la “moderación salarial” con el siguiente argumento: En el tema laboral hay una cosa muy importante: Europa es la zona más social del mundo. El modelo europeo es el que hay, y es el que todos decimos que queremos conservar. Pero quererlo conservar no quiere decir que no lo podamos mover. Porque en el mundo, en este momento, tenemos una competencia que a veces es desleal, que es la globalización, con unas bolsas de pobreza en el mundo realmente abismales, y que están dispuestas a hacer lo que sea a unos costes prácticamente nulos. Y eso, pues es lo que hay. No es lo que nos gustaría, es lo que hay.

Pero, al contrario de lo que sugiere Rosell, la globalización está de parte del capital y en contra de los trabajadores de cada una de las naciones, y eso es justamente lo que se pretende. La globalización está obligando a competir a los trabajadores entre sí porque no entiende la competitividad ligada a la mejora de la productividad por medio de la inversión en investigación, nuevas tecnologías, maquinaria o energía, con los que podrían obtenerse “ventajas comparativas” para ganar cuotas de mercado, sino reduciendo los costes laborales.

Y esto es así porque la economía global funciona con las reglas establecidas por el capitalismo, aunque un capitalismo no exento de contradicciones. La teoría viene a decir que el mercado funcionará infinitamente mejor si no existen restricciones de ningún tipo a los factores de la producción, que se moverán aquí o allá buscando siempre mejorar en eficiencia y en rentabilidad. Y el sistema ha conseguido que el capital y las mercancías se muevan libremente por el mercado global, amparados por instituciones como la OMC, el FMI y el BM, que se encargan de que ningún país ponga obstáculos en su recorrido. Sin embargo, los que defienden con ahínco la libertad de circulación de mercancías y de capitales son los mismos que se niegan, ahora con ahínco redoblado, a aplicar los mismos principios a la mano de obra. Y no debe sorprendernos que en el sistema capitalista el dinero tenga más derechos que las personas, porque no hay que olvidar que la economía sólo necesita obreros, y en una economía globalizada para mantener su dominio sobre ellos necesita tenerlos recluidos y a disposición dentro de los límites de cada nación. “Para ser conducida con éxito”, afirma Marx, “la guerra industrial exige ejércitos numerosos que pueda acumular en un mismo punto y diezmar generosamente”.

Fig.2: La U.E y sus ampliaciones
La ampliación de la Unión Europea de 15 miembros a 25 y luego a 27 con la incorporación de la Europa Central y del Este brinda el ejemplo perfecto de cómo el mercado se impone a los trabajadores en esta “guerra industrial”. Aunque la decisión de ampliar la UE hacia el Este se tomó poco después de la caída del muro de Berlín, las negociaciones no empezaron hasta 1997. Las condiciones impuestas a los países candidatos para la adhesión, además de las consabidas de tipo político (Estado de Derecho, libertades….) incluían los criterios de convergencia económica del tratado de Maastricht relativos a la deuda, el déficit y la inflación. Aunque en 2002 aún no se habían alcanzado los criterios de convergencia, el Consejo Europeo de Copenhague decidió que 10 de los países candidatos (Chipre, Estonia, Hungría, Polonia, República Checa, Eslovenia, Letonia, Lituania, Malta y Eslovaquia) cumplían suficientes condiciones para ingresar en la UE aunque entrasen en el euro posteriormente y de forma gradual. Estos 10 países formarían ya parte de la UE en 2004 mientras que la entrada de Bulgaria y Rumanía se retrasaba hasta 2007 (fig.2). Durante todo este periodo los países candidatos recibieron ayudas e inversiones del Banco Europeo de Reconstrucción y Desarrollo (BERD) creado para facilitar la transición de sus economías al capitalismo, y prácticamente desde 1995, como reconocía la UE, sus productos industriales circulaban libremente por la Unión.

La incorporación de la Europa del Este a la UE se hizo sin prestar atención a las condiciones de sus respectivos mercados laborales. Salarios 7 veces más bajos que la media europea, jornadas más largas, y escasas redes de protección social y sindical convirtieron a los países del Este, con sus 110 millones de nuevos consumidores, en un bocado demasiado apetitoso como para que las empresas lo dejaran escapar. Pero, para aprovechar todas las oportunidades que se ofrecían al capital, era necesario que la mano de obra no pudiera moverse de sus países, y así se acordó retrasar durante 7 años la libre circulación de los trabajadores del Este. La moratoria para los primeros 10 países terminó en 2011, y para Bulgaria y Rumanía, no sin polémica, en 2014. Y así, las multinacionales empezaron desde muy pronto a deslocalizar la producción, o una parte ella, de sus fábricas de Europa Occidental para llevársela a Europa Oriental. Las instituciones europeas, lejos de intentar impedir el fenómeno, o, al menos, de intentar paliar los efectos sociales que causaba, alentaba la deslocalización, no sólo como algo inevitable en el marco de una economía de libremercado, global y competitiva, sino como la gran oportunidad que ninguna gran empresa europea podía dejar pasar. Aunque a veces se nos olvide que esta Europa no se construyó para los ciudadanos sino para los negocios, la lectura de sus documentos nos lo vuelve a recordar muy claramente. En un documento de la Comisión Europea publicado en 2002 y titulado La política industrial en la Europa ampliada (COM(2002) 714 final) puede leerse lo siguiente: “La industria de los Estados miembros actuales se ha beneficiado fuertemente de la perspectiva de la ampliación, aprovechando las nuevas oportunidades de inversión en los países candidatos y las posibilidades de utilización a un coste relativamente bajo de reservas de mano de obra altamente cualificada (…). Dada la mayor heterogeneidad de las estructuras salariales y de las cualificaciones tecnológicas que conocerá la UE ampliada, la industria contará con nuevas oportunidades para reorganizar la competencia”.

Fig.3: Coste laboral medio en la UE, 2004
Ese mismo año de 2002 Volkswagen anunciaba que trasladaba a Eslovaquia el 10% de la producción del Seat Ibiza que se fabricaba en la planta de Martorell, en Barcelona. Las ventajas, mano de obra cualificada a 3,06 euros la hora, unos 400 euros al mes (el coste laboral medio en la UE15 era de 22,2 €/h), una jornada laboral de 43 horas a la semana (UE15, 38h), y un impuesto de sociedades del 19% (UE15, 35%, fig.3). A Volkswagen le siguieron hacia Eslovaquia Peugot-Citroen, Hyundai, Samsung y Sony. Otras multinacionales como Siemens, Electrolux, Nokia, ACE, Kraft, Braun y otras, fueron deslocalizando empleos hacia Polonia, la República Checa, Hungría o Rumanía. Pero las instituciones europeas se mantuvieron impasibles ante el drama social que crearon las deslocalizaciones. Al contrario, siguieron insistiendo en que los gobiernos nacionales ni podían ni debían evitarlas. Para la Comisión Europea, en un documento de 2003 llamado Algunas cuestiones clave de la competitividad en Europa: hacia un enfoque integrado (COM(2003) 704 final), los estados miembros tenían “importantes papeles que desempeñar como «guardianes de la competitividad». Su objetivo común es establecer las condiciones marco que permitan a las empresas europeas crecer y competir con eficacia en un mercado global donde la competencia es feroz”. Según la Comisión, “existen fuerzas económicas sobre las que los responsables de las políticas de la Unión Europea no pueden ni deben influir demasiado”, de manera que, “las deslocalizaciones y demás ajustes son, en consecuencia, ineludibles, con las cargas sociales y económicas que esto conlleva para las personas directamente afectadas”. En 2004 el 60% de las compañías alemanas con menos de 5.000 empleados ya habían fundado plantas fuera de la UE, la mayor parte, en el centro y el este de Europa. Willem Buiter, entonces economista jefe del BERD (desde 2005 fue asesor internacional de Goldman Sachs y desde 2010 economista jefe de Citigroup) se mostraba sorprendido por las pasiones que suscitaba la deslocalización. "Para mí es un misterio, porque siempre ha sido así: las empresas producen donde es más barato y eficiente… los Gobiernos tienen la obligación de no subvencionar ni proteger el trabajo que no tiene sentido (…) y los trabajadores a su vez, deben estar dispuestos a desplazarse y no pensar que un trabajo es para toda la vida". De nuevo, en 2005, la Unión Europea volvía a lanzar el mensaje de que la fuga de empresas hacia el Este era inevitable, esta vez, en un dictamen del Comité Económico y Social llamado «Alcance y efectos de la deslocalización de empresas» (2005/C 294/09): “Las empresas, como las personas, abandonan su lugar de origen con un único propósito: mejorar (…) la ampliación de la Unión Europea y, por consiguiente, del mercado interior impiden imponer cualquier tipo de limitaciones a la deslocalización de empresas de Europa occidental a Europa central y oriental.” Nada, pues, se puede hacer.

Fig.4: Carteles de protesta contra la deslocalización de
Volkswagen en España y Francia.
Bueno, sí, se puede claudicar. Se puede ceder ante las presiones y amenazas del capital de llevarse la producción a otra parte y favorecer lo que se llama la deslocalización inversa, es decir, aceptar peores condiciones laborales para evitar que las empresas se marchen (fig.4). Ir desmontando poco a poco, pero sin remedo ni oportunidad de oposición, todo lo conseguido en materia de salarios, jornada y protección social. Todo, metido en ese eufemismo de “flexibilidad laboral”. Y no otra cosa es lo que han ido aceptando sin excepción los sindicatos españoles, italianos, franceses y alemanes. Daniel Olmos, secretario internacional de la Federación de Comunicación y Transporte de CC.OO en 2005 afirmaba:“Los sindicatos no nos oponemos frontalmente a la deslocalización tecnológica, partimos de su inevitabilidad”. UGT de Cataluña aconsejaba abiertamente  más flexibilidad laboral para no perder los empleos. Daimler-Chrisler, a cambio de mantener sus 160.000 empleos en Alemania obligó a los sindicatos a aceptar la congelación salarial, la exclusión de los convenios a los nuevos contratados y la extensión de la jornada laboral. Por su parte, la alemana Siemens, prometió no deslocalizar 10.000 empleos a Hungría si los trabajadores aceptaban más flexibilidad, extender la semana laboral de 35 a 40 horas y renunciar a las pagas extra de navidad y de vacaciones. Lo mismo hizo la multinacional Bosh en Francia bajo amenaza de llevarse la producción a la República Checa. Las naciones, “guardianes de la competitividad”, colaboran con la deslocalización inversa creando las condiciones para que las multinacionales no se vayan de los suelos patrios. El Gobierno francés ofrecía exenciones a las cuotas a la seguridad social y desgravaciones fiscales a las compañías que mantuvieran su actividad en el país y en Holanda, el Gobierno pidió directamente a las multinacionales que hiciesen un decálogo de medidas para detener la fuga de empleos a terceros países.


Pero las negociaciones de los convenios colectivos fueron siempre muy polémicas porque cuanto más cedían los sindicatos más pedían las multinacionales, y, por supuesto, si el acuerdo no se producía, se acusaba del fracaso a los trabajadores por no haber sido suficientemente flexibles, como hizo en 2006 el presidente de Navarra, Miguel Sanz, cuando Volkswagen trasladó parte de la producción del Polo a Eslovaquia. Ni siquiera la apelación al patriotismo o a hacer una política económica más racional, más acorde con el ideal de la Europa social alcanzada en los últimos años conseguía doblegar a las empresas. Las grandes empresas, como dejó bien claro Eduardo Montes, presidente de Siemens en España, incluso las europeas, no saben qué es eso de la Europa social, “los grupos multinacionales no tienen política; solo tienen números y realidades”.

domingo, 11 de mayo de 2014

Naciones establo (I): El mercado nacional

Decía Milton Friedman que, “sobre inmigración, cuanto menos se diga, mejor”. No sé si es un buen o mal consejo, pero sí revela mucho temor, temor a poner de manifiesto las contradicciones y las paradojas del sistema capitalista, que muchos fundamentalistas del libre mercado defienden a capa y espada salvo cuando se trata de aplicar los mismos principios a la mano de obra.  Y es que, el recelo hacia el inmigrante vuelve a resurgir con fuerza en Europa a causa de la crisis, incluso hacia los propios “ciudadanos” europeos que, como tales, deberían moverse libremente por la Unión Europea. A menudo el recelo hacia el inmigrante se esconde detrás de un economicismo aparentemente incontestable y neutral que podría formularse así: “La inmigración es un instrumento del Capital para empeorar las condiciones laborales de los trabajadores en los países desarrollados. Es la ley de la oferta y la demanda. Cuantos más trabajadores de bajos salarios haya en la economía nacional, más acusada será la competencia, y peores condiciones laborales habrá que aceptar para ser competitivos”. Quienes así se expresan parecen querer olvidar los efectos de la economía global sobre el mercado de trabajo porque, como veremos, la inmigración en absoluto es una condición necesaria ni suficiente para socavar los derechos laborales de los trabajadores de los países desarrollados. Lo que sí parece claro es que la inmigración es un medio, uno más en la estrategia del Sistema para dividir a los trabajadores y enfrentarlos entre sí, debilitarlos, y así desactivar cualquier intento de lucha colectiva para mejorar sus condiciones y sus derechos laborales. Si estuviéramos en la época de Marx diríamos simplemente que con ello se pretende erradicar la conciencia de clase y sustituirla por una conciencia nacionalista que, como ha demostrado suficientemente la historia, la pasada y la reciente, por su carácter pasional e irracional es mucho más manejable. Los que han asumido el discurso economicista de antes quizá no sepan que han caído en la trampa que pretendían sortear. Porque su animadversión no se dirige contra el sistema capitalista, sino contra “otros” trabajadores.

En toda nación hay dos establos. En ellos se guarda lo que Marx llamaría “ejército industrial de reserva”, mano de obra siempre disponible y que “pertenece al capital de un modo tan absoluto como si se criase y se mantuviese a sus expensas”. Puede decirse que el primer establo es propio, “nacional”, y está formado por aquellos obreros aparcados momentánea o estructuralmente para la producción directa, pero que el sistema ha encontrado otra función igual de útil. El otro establo pasa más desapercibido porque sus límites son los de la propia nación. Es el resultado lógico de una economía globalizada que ha borrado las fronteras para el capital pero que las mantiene o las eleva para las personas con el fin de mantener las reservas de mano de obra.

En este primer artículo nos ocuparemos solo del “mercado nacional”. Habría que empezar recordando que el “mercado laboral” no es un mercado al uso, en el que puedan concurrir libremente oferta y demanda. De ser así, aún tendríamos horarios de 16 horas diarias, trabajo infantil desde los 4 años de edad, y ningún sistema de protección social. Al menos en Occidente, hace ya tiempo que los gobiernos se dieron cuenta de que debían intervenir y establecer leyes contra la explotación laboral: jornadas razonables, salarios mínimos, sindicación y negociación colectiva y sectorial, cláusulas de revisión salarial para ajustar el sueldo al IPC, trabas a los despidos colectivos, protección al desempleo…. Que todos estos derechos laborales se hayan conseguido gracias a la presión ejercida a los gobiernos por los obreros desde abajo, no significa que el gobierno no pueda volver a desmantelarlos si sufre suficiente presión por el capital desde arriba, o si, simplemente asume sus intereses y se siente identificado con ellos. Sólo le hace falta debilitar la presión que puedan ejercer los trabajadores y encontrar un motivo para hacerlo, y los momentos de crisis son los más adecuados.

Para debilitar a los trabajadores y desactivar la presión que puedan ejercer para defender sus derechos, el sistema se ha valido siempre de diferentes instrumentos. El paro es sin duda el más poderoso (fig.1). Los altos niveles de desempleo han funcionado como la coartada perfecta para acometer reformas laborales que, en realidad, no han servido para otra cosa que para trasladar el coste de la crisis a los trabajadores e ir minando progresivamente los derechos alcanzados en el Estatuto firmado en 1980.

Fig.1: Tasa de paro en España, 1992-2010
La primera reforma importante tuvo lugar en 1984. Entonces, España tenía un nivel de desempleo del 21,08%. La reforma tenía por objeto la “lucha” contra el paro fomentando la contratación temporal, incluso para empleos reconocidos como de naturaleza permanente. El resultado fue un aumento de la tasa de temporalidad del 15% al 40% en los años siguientes, aunque se ha estabilizado en la actualidad en torno al 30%. Durante el período 1985-1993 la contratación temporal creció un 73% y dentro de ellos, el contrato de fomento al empleo, creció en sólo cuatro años más de un 150% (Las reformas laborales en España y su impacto real en el mercado de trabajo en el período 1985-2008, Cátedra SEAT de Relaciones Laborales – IESE). Entonces, como ahora, la resistencia a la reforma laboral se desactivaba apelando a la solidaridad exigida al empleado para con el desempleado, de manera que los sindicatos debían aceptarla o eran acusados de defender a los primeros “en contra” de los segundos. Hoy ocurre lo mismo y se esgrimen las mismas consignas. "Preferimos tener un trabajador temporal antes que a un parado", dijo en 2011 el entonces ministro de trabajo socialista Valeriano Gómez para justificar la reforma laboral de ese año.

La reforma de 1984 no sirvió para bajar las cifras del paro, (bajó hasta el 16% en 1990 para volver a subir desde entonces, en 1994 ya era del 24%), pero sí para introducir una dualidad en el mercado laboral al crear un “mercado” de contratos indefinidos y otro de contratos temporales. División perfecta para provocar nuevos enfrentamientos entre los trabajadores, ya que todas las reformas laborales emprendidas desde 1984 tenían como finalidad esencial eliminar las barreras a los despidos en los empleos indefinidos e igualar las condiciones de éstos con los temporales. Y todavía hoy, como entonces, se pretende “combatir” el paro y “salir” de la crisis precarizando el empleo y exigiendo sacrificios sólo a los trabajadores; ahora, a los que disfrutan del inestimable “privilegio” de ocupar un empleo indefinido. Así, tal cual, lo dijo Joan Rosell en agosto de 2013. El presidente de la CEOE abogaba por retirar a los contratos indefinidos algunos de sus "privilegios" e incrementar las ventajas para los contratos temporales que, según confesaba, suponían el 90% de la contratación. Pero aseguraba que su propuesta tenía pocas posibilidades de salir adelante pues los trabajadores indefinidos no lo aceptarían. En enero de 2014 volvía Joan Rosell a insistir en el mismo mensaje: "Ojalá convenciéramos a los que tienen contrato indefinido de que se bajaran ciertos de sus derechos para que los pudiéramos incrementar a los temporales". Pero el jefe de la patronal incrementaba la presión sobre los trabajadores con nuevos avisos, pues, a pesar de que la reforma aprobada por el gobierno popular en 2012 es la más dura de las aprobadas hasta el momento, Rosell, aseguraba que no será la última: "Ni mucho menos. Vamos a tener muchas, todas las que sean necesarias, porque tenemos que adaptar la legalidad a la realidad…"

El objetivo de las futuras reformas ya está fijado. Acabar con todas las modalidades de contrato y sustituirlo por uno solo. Según el comisario europeo de Empleo, Asuntos Sociales e Inclusión, László Ándor, se conseguiría así dar oportunidades a la juventud que, si no encuentra trabajo, se debe a las dificultades que existen en los mercados laborales donde hay un empleo excesivamente protegido, el de los contratos indefinidos, frente al de los temporales (El Mundo, 13/5/2013). Se trataría de un contrato uniforme con una indemnización por despido inicialmente baja pero que iría incrementándose gradualmente, "de manera que se reduzca la brecha existente en materia de protección laboral entre contratos temporales e indefinidos, que contribuiría a integrar a los trabajadores jóvenes e inmigrantes en el mercado de trabajo”. En esta recomendación de la OCDE (El País, 21/2/2014) aparecen ya otros colectivos de trabajadores a los que se pretende enfrentar cerrando el circuito de todos los enfrentamientos posibles; empleados contra parados, indefinidos contra temporales, nacionales contra extranjeros.

El año pasado, un informe del Consejo Empresarial para la Competitividad aseguraba que el alto índice de desempleo en nuestro país se debía al aumento de la población activa en la última década, y señalaba a los inmigrantes como los culpables de ese incremento, de tal manera que, sin los inmigrantes, la tasa de paro “teórica” sería del 11,6%. Todos los medios conservadores se apresuraron a difundir la noticia conduciendo al lector hacia la única conclusión posible. En “España sobran extranjeros”, es más, en España “siempre” sobraron los extranjeros. Evidentemente, en ninguna de estas noticias se hacía referencia a la contribución de los extranjeros a la economía española durante los años previos a la crisis.

Fig.2: Creación de empleo por sectores entre 2001 y 2005
Es evidente que ahora, con la crisis, la tasa de paro de los extranjeros supera a la de los españoles, 36,5% frente al 24,2% porque, entre otras cosas, los sectores en los que ellos eran mayoría han sido los más castigados por la crisis. Pero si cogemos el número total de parados los extranjeros suponen solo el 20,4% frente al 79,6% de españoles (enero 2013). Parece, pues, demasiado simple, o sólo simplemente malintencionado, culpar a los inmigrantes del elevado índice de paro actual. Si la relación fuera tan directa como se pretende, ¿cómo explicar los índices de desempleo de 1985 (21,48%) cuando en España apenas había 240.000 inmigrantes? ¿O el desempleo de 1994 (24%,), cuando había 461.400 inmigrantes? Por otro lado, parece que hemos olvidado que la “inmigración laboral” no es un fenómeno que se comporte irracionalmente, sino que, como es lógico, acude allí donde se demanda empleo y se le “reclama”, y la España de la última década, la España de la burbuja inmobiliaria reclamaba mucha mano de obra. En 2010 los extranjeros residentes en España eran algo más de 5,7 millones de personas. El 85% de esa inmigración llegó a España entre los años 2000 y 2009. En esos años el paro bajó hasta el 8,3% en 2007, cuando el número de extranjeros superaba ya los 4,5 millones. Entre los años 2000 y 2007 se crearon 4,85 millones de empleos, de los que 2,3 millones fueron ocupados por españoles. La construcción fue sin duda el sector de “reclamo”. En 2007, 1 de cada 5 inmigrantes estaba ocupado en esta actividad. Los demás, en comercio, hostelería, industria, servicio doméstico, agricultura y pesca (fig.2). En estas seis actividades estaba ocupado el 73% de los inmigrantes (Trayectorias laborales de los inmigrantes en España, Obra Social ”la Caixa”, 2011). Son estos también los años de mayor crecimiento de la economía española, un modelo de crecimiento que, sin duda, hoy sabemos que era equivocado, pero un crecimiento del que todo el mundo se vanagloriaba. Según un informe de la Oficina Económica de la Presidencia del Gobierno publicado en 2006, el crecimiento económico en términos de PIB estaba entre el 3% y el 4% desde 1996, es más, “el 30% del crecimiento del PIB de la última década cabe ser asignado al proceso de inmigración, y este  porcentaje se eleva hasta el 50% si el análisis se limita a los últimos cinco años”. Un informe de la Caixa confirmaba que “el crecimiento diferencial de España se explica de forma significativa por el rápido crecimiento de su población activa, gracias, sobre todo, a dos factores: la inmigración y el ingreso masivo de la mujer al mercado de trabajo». («Economía española y contexto internacional» Informe semestral I, Julio 2006). Este último fenómeno ilustra cómo, no sólo la inmigración es compatible con el descenso de la tasa de desempleo, sino que la inmigración misma puede crear puestos de trabajo para los nativos al sustituirles en actividades no remuneradas (como las “amas de casa”) o de aquellos empleos peor pagados. Así, entre el año 2005 y el 2008, la tasa de actividad de los varones españoles había crecido ligeramente (66,79% en 2005, frente a 67,54% en 2008), mientras que la de las mujeres españolas había subido casi cuatro puntos, desde el 44,07% en 2005 al 47,80% de 2008 (EPA, 2008).

La explicación a esta compatibilidad entre un cierto nivel de paro estructural nativo (en España entre el 7 y el 8%) y la demanda de mano de obra extranjera se encuentra en la propia economía de los países industrializados, en donde se ha desarrollado un mercado laboral dual o segmentado; uno, de empleos que reclaman los nativos, bien remunerados, de media y alta cualificación; y otro de empleos reservados a los extranjeros porque son empleos mal pagados, inestables, no cualificados, peligrosos, degradantes y de poco prestigio. En la jerga anglófona se les conoce como trabajos 3D (Dirty, Difficult and Dangerous), y en la nuestra trabajos 3P (Peligroso, Penoso y Precario). La teoría del mercado dual consigue explicar a la perfección por qué estos trabajos son rechazados por los trabajadores locales y por qué ya no pueden ocuparse, como lo fueron antaño, por las mujeres y los jóvenes. En resumen, la explicación sería la siguiente: “En las economías avanzadas existen trabajos inestables, originados por la división de la economía en un sector primario de uso intensivo de capital y en un sector secundario de uso intensivo de mano de obra y baja productividad. Los trabajadores locales rechazan esos trabajos porque denotan una posición social baja y tiene poco prestigio, ofrecen pocas posibilidades de ascenso y no motivan. La reticencia de los trabajadores locales a ocupar trabajos poco atractivos no puede solucionarse a través de mecanismos de mercado normales, tales como aumentar los salarios correspondientes, pues aumentarlos en el extremo inferior de la escala laboral exigiría aumentarlos proporcionalmente en los siguientes escalones para respetar la jerarquía, lo que produciría una inflación estructural. Los trabajadores extranjeros de países de bajos ingresos están dispuestos a aceptar esos trabajos porque el bajo salario suele resultar alto si se lo compara con lo que es la norma en sus países, y porque la posición social y el prestigio que cuentan para ellos son los de su país. Por último, tal demanda estructural de mano de obra para los trabajos de los niveles más bajos ya no puede atenderse recurriendo a mujeres y adolescentes, ya que el trabajo femenino ha perdido su condición secundaria y dependiente en favor de una condición autónoma y orientada a la carrera profesional. Además, el menor índice de fecundidad y la prolongación de la educación han reducido la disponibilidad de los jóvenes”.

Fig.3: Distribución de la población ocupada según 
el Catálogo Nacional de Ocupaciones, 2007
Los datos disponibles confirman la existencia de este mercado dual. Según revelaba la Encuesta Nacional de Inmigrantes (INE, 2008), con independencia de su nivel de cualificación, dos de cada cinco inmigrantes estaban empleados en trabajos de carácter manual en los que se requiere baja o ninguna cualificación, precisamente porque era el tipo de empleo que ofertaba nuestra economía durante los años de la burbuja. En 2007, el 87% de los inmigrantes eran asalariados, y de éstos, el 70% se encontraba en los tres niveles más bajo de cotización; peones y menores, oficiales de 1.ª y 2.ª, y oficiales de 3.ª y especialistas. En estos tres grupos la inmigración está muy por encima de la media, y de modo muy acusado en el grupo de peones y menores, donde se ubica el 15% de los autóctonos frente al 30% de los inmigrantes (fig.3). La diferencia salarial con los autóctonos está entre el 21% (Encuestas Anuales de Estructura Salarial de 2004 y 2005, INE, 2006 y 2007) y el 30% más bajos (Oficina Económica del Presidente, 2006) y su tasa de temporalidad puede alcanzar el 61%. Aún así, persiste en el imaginario colectivo, como una de tantas sentencias que sobrevive a pesar de la dificultad para demostrar su veracidad, que un elevado número de inmigrantes empuja hacia abajo los salarios de los autóctonos, especialmente, de los trabajadores más precarios y menos cualificados. Sin embargo los estudios que se han hecho al respecto arrojan resultados ridículos. En el caso de EE.UU, en donde su mercado laboral está menos protegido y más expuesto a las leyes del mercado, se ha calculado que un aumento del 10% de los inmigrantes tiene el efecto de disminuir un 1% los salarios de los trabajadores nativos. Pero en Europa eso no ocurre. En Italia un aumento del 1% en la proporción de inmigrantes provoca un aumento de los salarios nativos del 0,01%; (Efectos macroeconómicos de la inmigración. Impacto sobre el empleo y los salarios de los nativos, Papers 66, 2002) Para España, “los resultados apuntan a la ausencia de efecto alguno de la inmigración sobre los salarios de los trabajadores españoles. Esto podría explicarse por la existencia de un salario mínimo fijado por acuerdos colectivos en cada sector que impiden que los salarios desciendan por debajo del umbral del salario mínimo ante la presencia de inmigración en los sectores formales”. (Los efectos de la inmigración sobre las condiciones de los trabajadores nativos. Evidencias para España,  La inmigración en la encrucijada. Anuario de la inmigración en España, 2008).

Antes de terminar es necesario reconocer que en la economía española existe un problema que puede afectar a los trabajadores independientemente de su origen. Y es la existencia de una economía informal, sumergida, de las más altas de Europa, cercana al 25% del PIB. Una economía sumergida tan consolidada como la española promueve la inmigración irregular, que es atraída a través de los circuitos de información de las redes sociales por lo que tiende a concentrarse en los grandes focos industriales y demográficos. La economía sumergida no sólo supone sustraer importantes recursos al Estado, sino que lo hace por la vía de la explotación directa sobre las personas al sortear los mecanismos de protección de un mercado laboral formal y regulado por el derecho. En este sentido, no sólo es injusto, sino fatal para la unidad de los trabajadores confundir a las víctimas con los verdugos. Afortunadamente los sindicatos obreros no se han dejado arrastrar por el populismo xenófobo que barre estos días Europa de un extremo al otro y aún guardan y protegen la “conciencia de clase” como si fuera el último bastión, la última plaza que el capitalismo quiere conquistar y derribar. Así por ejemplo, la Confederación Europea de Sindicatos (CES) aprobó en 2013 un Plan de Acción sobre la Migración, en el que, entre otras cosas, podía leerse: “La CES rechaza la idea de que las políticas de migración futuras sólo podrían guiarse por objetivos utilitarios. La CES apoya el enfoque de mostrar la contribución positiva y concreta que los migrantes ya están haciendo a la economía europea. Además, la CES hace hincapié en que se debe, por supuesto, considerar a los migrantes como trabajadores, pero sobre todo y ante todo como seres humanos”. Entre sus propuestas está la de incentivar una inmigración estable y duradera, pues “cuanto más corto sea el permiso de residencia y de trabajo menores son las oportunidades para que los migrantes vean sus derechos reconocidos y respetados y para evitar el dumping social. La CES abogará por la eliminación de los factores de vulnerabilidad de los migrantes en el mercado laboral”. En este mismo sentido se expresaba CC.OO en un documento de 2007 titulado Inmigración y mercado de trabajo. Propuestas para la ordenación de flujos migratorios. Asegura el sindicato que en la economía formal y regulada no hay competencia entre inmigrantes y nativos al encontrarse unos y otros en igualdad de derechos laborales al acceder a un empleo. Y aunque reconoce “el problema de la inmigración ilegal”, no pierde de vista a quién perjudica de verdad: “A los trabajadores y trabajadoras que la padecen, porque los hace extremadamente vulnerables y los expone a todo tipo de abusos y explotación de aquellos empresarios desaprensivos que se aprovechan de tal situación con el único objetivo de obtener beneficios ilícitos e ilegítimos… A la economía del país, al moverse en la economía sumergida sin contribuir a los gastos que el Estado debe soportar, así como para nuestro modelo social y sistema de protección social (…). Para el mercado de trabajo, para la contratación, para las condiciones de trabajo, para las condiciones salariales y para los derechos y relaciones laborales, al ejercer una presión a la baja que sólo puede producir retrocesos y encierra grandes riesgos de confrontación entre los trabajadores, con el consiguiente peligro de deterioro en la convivencia social y democrática”.


No nos imaginábamos aún en 2007 hasta qué punto la convivencia social y democrática corría peligro, pero no por la crisis, sino porque una buena parte de los trabajadores ha olvidado o perdido su conciencia, y, cegado por la ira, el miedo y el desconocimiento, yerra el tiro apuntado al adversario equivocado.