Junto
al paro, analizado ya en el primer artículo de esta serie, existe otra estrategia
que el capital esgrime con frecuencia para convencer a los trabajadores de que
deben aceptar cada vez peores condiciones laborales: la competitividad.
Este concepto se aplica de forma interesada en el mercado internacional entre
las distintas naciones, como si éstas funcionasen como las empresas, y como si
el comercio exterior entre los países fuese un juego de “suma cero” en el que
no fuese posible entrar más que sacando a empujones a otros jugadores. De
manera que, antes de seguir adelante, debemos saber exactamente de qué estamos
hablando. Se han concebido muchas definiciones
para el término competitividad según sean los sujetos obligados a competir,
pero aquí nos interesa el concepto aplicado
a las naciones. Así lo define la
OCDE: “La competitividad de las
naciones es el grado en que un país puede, bajo condiciones de mercado libre y
transparente, producir bienes y servicios que son aceptados en los mercados
internacionales, mientras simultáneamente mantiene e incrementa los ingresos
reales de la población en el largo plazo”. La Unión Europea la define como «la capacidad de la economía para garantizar a la población un nivel de
vida cada vez mayor y una tasa de empleo alta sobre bases sostenibles».
Dicho de otro modo, la competitividad es compatible con el progresivo
incremento de los salarios y con el mantenimiento de mercados laborales
regulados y protegidos. O mejor aún, la competitividad “bien entendida” tiene
un fin, el bienestar de la población, y no es un fin en sí misma. Es evidente
que no es esta la definición que quieren oir los empresarios, aunque para ellos
la competitividad tampoco sea el fin, sino el medio para hacer justo lo
contrario: desregular el mercado laboral y bajar los sueldos, casi hasta el límite de, diría Adam Smith, la simple humanidad, aunque también aquí la expresión es confusa
porque se trata del mínimo imprescindible para mantener a los trabajadores no
como hombres, sino como obreros.
Rebajando el coste de la
mano de obra, argumentan, se pueden bajar los precios de los productos y así
conquistar cuotas de mercado. Pero, no sólo no hay garantías de que la rebaja
del coste laboral repercuta en una bajada de los precios, sino que hemos debido olvidar que el precio del
producto lo fija el empresario en función de una serie de costes, siendo el
salario uno más, y a veces no el más importante. En los países
desarrollados la participación del salario en el precio final de los productos
está entre el 10 y el 15%. Recordemos que además están los costes en materias
primas, energía, transporte, tecnología, investigación, publicidad y, por
supuesto, el margen de beneficios. Así por ejemplo Nike pagaba en 2006 13
millones de euros al año a la selección nacional de fútbol de Brasil, y Adidas
1,5 millones de dólares al año a Zinedine Zidane. Mientras tanto, los
trabajadores asiáticos que fabrican las botas de fútbol y otros elementos del
equipamiento deportivo que llevan los jugadores cobraban sólo 3,76 euros por un
día de trabajo. Por eso no hay duda de que detrás
del argumento de la competitividad se esconde otra lucha; la que mantienen los
trabajadores y el capital por el reparto de la renta producida. Sin un
aumento de la productividad real, esta lucha sí es un juego de suma cero.
Fig.1: Aportación de la balanza comercial al crecimiento del PIB, 1996-2012 |
Para probar esto es
necesario examinar la importancia del
sector exterior en la generación de riqueza y bienestar nacional. Es verdad
que la aportación total del sector exterior al PIB se ha ido elevando en los
últimos años hasta un 34% en 2014. Pero hay que añadir inmediatamente que en
ese dato está incluida la balanza de bienes y servicios, y que si,
tradicionalmente las cuentas se cerraban en positivo se debía a la aportación
de los ingresos por turismo, no por nuestra capacidad exportadora. Es más, si
hoy las exportaciones de bienes superan a las importaciones se debe en gran
medida a la caída de éstas últimas. Por ejemplo, en 2013 tuvimos un superávit
de 635 millones de euros. La explicación: las exportaciones apenas crecieron en
400 millones de euros (de 19.888 a 20.288 millones), mientras las importaciones
de mercancías menguaban ocho veces más, en 3.480 millones (de 23.134 a 19.654
millones con respeto a 2012). Se podría argumentar que se está produciendo un
fenómeno de sustitución, (de los bienes extranjeros por los nacionales), pero
se da la circunstancia de que en estos años la demanda interna no ha parado de
bajar, y sólo empezó a moderarse en 2013. Por otro lado, la aportación de las
exportaciones al crecimiento del PIB anual es bastante modesta (fig.1).
La aportación media de las exportaciones al crecimiento del PIB entre 1996 y
2007 fue de 1,7 puntos porcentuales, mientras que su aportación media entre
2010 y 2012 fue de 1,9 puntos. Si lo unimos al dato de las importaciones,
resulta que la aportación total del sector exterior al crecimiento fue de -0,8
puntos entre 1996 y 2007 y de 1,7 puntos entre 2010 y 2012. Con estos datos,
podemos subrayar la afirmación de Paul Krugman,
cuando sostiene que “los niveles de vida de un país están muy
claramente determinados por factores domésticos antes que por algún tipo de
competencia en los mercados mundiales” (El Internacionalismo moderno. La economía internacional y las mentiras
de la competitividad).
Sin embargo la excusa de
la competitividad sí ha servido para bajar los salarios, según el BBVA, hasta
un 7,1% desde 2010, al tiempo que aumentaban los precios de las exportaciones
un 2,2% más que la media de los países desarrollados, y el índice de precios
industriales español ha crecido igualmente un 2,5% más. Y así llegamos a la
conclusión enunciada antes. La rebaja de los costes salariales de los
trabajadores nacionales no sirve para abaratar precios y competir en el mercado
exterior, sino para aumentar el margen de los beneficios del empresariado.
También es posible que no se trate de vender más y
mejor en el mercado internacional, sino de atraer inversión extranjera o evitar
que ésta se vaya abaratando la totalidad de los costes laborales nacionales.
El objetivo entonces es convertir al país entero en una “ejército de reserva de
mano de obra barata”, en un establo nacional que pueda competir con el resto de
los establos de la economía globalizada. De nuevo, el insigne jefe de la
patronal española nos pone en la pista del camino correcto. En un reciente
debate con los sindicatos organizado por el diario El País, Joan Rosell
defendía la “moderación salarial” con el siguiente argumento: En el tema laboral hay una cosa muy
importante: Europa es la zona más social del mundo. El modelo europeo es el que
hay, y es el que todos decimos que queremos conservar. Pero quererlo conservar
no quiere decir que no lo podamos mover. Porque en el mundo, en este momento,
tenemos una competencia que a veces es desleal, que es la globalización, con
unas bolsas de pobreza en el mundo realmente abismales, y que están dispuestas
a hacer lo que sea a unos costes prácticamente nulos. Y eso, pues es lo que
hay. No es lo que nos gustaría, es lo que hay.
Pero, al contrario de lo
que sugiere Rosell, la globalización está de parte del capital y en contra de
los trabajadores de cada una de las naciones, y eso es justamente lo que se
pretende. La globalización está obligando
a competir a los trabajadores entre sí porque no entiende la competitividad
ligada a la mejora de la productividad por medio de la inversión en
investigación, nuevas tecnologías, maquinaria o energía, con los que podrían
obtenerse “ventajas comparativas” para ganar cuotas de mercado, sino reduciendo
los costes laborales.
Y esto es así porque la
economía global funciona con las reglas establecidas por el capitalismo, aunque
un capitalismo no exento de contradicciones. La teoría viene a decir que el
mercado funcionará infinitamente mejor si no existen restricciones de ningún tipo
a los factores de la producción, que se moverán aquí o allá buscando siempre
mejorar en eficiencia y en rentabilidad. Y el sistema ha conseguido que el
capital y las mercancías se muevan libremente por el mercado global, amparados
por instituciones como la OMC, el FMI y el BM, que se encargan de que ningún
país ponga obstáculos en su recorrido. Sin embargo, los que defienden con ahínco la libertad de circulación de mercancías y
de capitales son los mismos que se niegan, ahora con ahínco redoblado, a aplicar
los mismos principios a la mano de obra. Y no debe sorprendernos que en el sistema capitalista el dinero tenga
más derechos que las personas, porque no hay que olvidar que la economía
sólo necesita obreros, y en una economía
globalizada para mantener su dominio sobre ellos necesita tenerlos recluidos y
a disposición dentro de los límites de cada nación. “Para ser conducida con éxito”, afirma Marx, “la guerra industrial
exige ejércitos numerosos que pueda acumular en un mismo punto y diezmar
generosamente”.
Fig.2: La U.E y sus ampliaciones |
La
ampliación de la Unión Europea de 15 miembros a 25 y
luego a 27 con la incorporación de la Europa Central y del Este brinda el
ejemplo perfecto de cómo el mercado se impone a los trabajadores en esta
“guerra industrial”. Aunque la decisión de ampliar la UE hacia el Este se tomó
poco después de la caída del muro de Berlín, las negociaciones no empezaron
hasta 1997. Las condiciones impuestas a los países candidatos para la adhesión,
además de las consabidas de tipo político (Estado de Derecho, libertades….)
incluían los criterios de convergencia económica del tratado de Maastricht
relativos a la deuda, el déficit y la inflación. Aunque en 2002 aún no se
habían alcanzado los criterios de convergencia, el Consejo Europeo de
Copenhague decidió que 10 de los países candidatos (Chipre, Estonia, Hungría,
Polonia, República Checa, Eslovenia, Letonia, Lituania, Malta y Eslovaquia)
cumplían suficientes condiciones para ingresar en la UE aunque entrasen en el
euro posteriormente y de forma gradual. Estos 10 países formarían ya parte de
la UE en 2004 mientras que la entrada de Bulgaria y Rumanía se retrasaba hasta
2007 (fig.2). Durante todo este periodo los países candidatos
recibieron ayudas e inversiones del Banco Europeo de Reconstrucción y
Desarrollo (BERD) creado para facilitar la transición de sus economías al
capitalismo, y prácticamente desde 1995, como reconocía la UE, sus productos
industriales circulaban libremente por la Unión.
La
incorporación de la Europa del Este a la UE se hizo sin prestar atención a las
condiciones de sus respectivos mercados laborales.
Salarios 7 veces más bajos que la media europea, jornadas más largas, y escasas
redes de protección social y sindical convirtieron a los países del Este, con
sus 110 millones de nuevos consumidores, en un bocado demasiado apetitoso como
para que las empresas lo dejaran escapar. Pero, para aprovechar todas las oportunidades que se ofrecían al capital, era
necesario que la mano de obra no pudiera moverse de sus países, y así se acordó
retrasar durante 7 años la libre circulación de los trabajadores del Este.
La moratoria para los primeros 10 países terminó en 2011, y para Bulgaria y
Rumanía, no sin polémica, en 2014. Y así, las
multinacionales empezaron desde muy pronto a deslocalizar la producción, o una parte
ella, de sus fábricas de Europa Occidental para llevársela a Europa Oriental.
Las instituciones europeas, lejos de intentar impedir el fenómeno, o, al menos,
de intentar paliar los efectos sociales que causaba, alentaba la
deslocalización, no sólo como algo inevitable en el marco de una economía de
libremercado, global y competitiva, sino como la gran oportunidad que ninguna
gran empresa europea podía dejar pasar. Aunque a veces se nos olvide que esta Europa no se construyó para los
ciudadanos sino para los negocios, la lectura de sus documentos nos lo
vuelve a recordar muy claramente. En un documento de la Comisión Europea
publicado en 2002 y titulado La política
industrial en la Europa ampliada (COM(2002) 714 final) puede leerse lo
siguiente: “La industria de los Estados
miembros actuales se ha beneficiado fuertemente de la perspectiva de la
ampliación, aprovechando las nuevas oportunidades de inversión en los países
candidatos y las posibilidades de
utilización a un coste relativamente bajo de reservas de mano de obra altamente
cualificada (…). Dada la mayor
heterogeneidad de las estructuras salariales y de las cualificaciones
tecnológicas que conocerá la UE ampliada, la
industria contará con nuevas oportunidades para reorganizar la competencia”.
Fig.3: Coste laboral medio en la UE, 2004 |
Ese mismo año de 2002
Volkswagen anunciaba que trasladaba a Eslovaquia el 10% de la producción del
Seat Ibiza que se fabricaba en la planta de Martorell, en Barcelona. Las
ventajas, mano de obra cualificada a 3,06 euros la hora, unos 400 euros al mes
(el coste laboral medio en la UE15 era de 22,2 €/h), una jornada laboral de 43 horas a la
semana (UE15, 38h), y un impuesto de sociedades del 19% (UE15, 35%, fig.3).
A Volkswagen le siguieron hacia Eslovaquia Peugot-Citroen, Hyundai, Samsung y
Sony. Otras multinacionales como Siemens, Electrolux, Nokia, ACE, Kraft, Braun
y otras, fueron deslocalizando empleos hacia Polonia, la República Checa,
Hungría o Rumanía. Pero las instituciones europeas se mantuvieron impasibles
ante el drama social que crearon las deslocalizaciones. Al contrario, siguieron
insistiendo en que los gobiernos nacionales ni podían ni debían evitarlas. Para
la Comisión Europea, en un documento de 2003 llamado Algunas cuestiones clave de la competitividad en Europa: hacia un
enfoque integrado (COM(2003) 704 final), los estados miembros tenían “importantes papeles que desempeñar como
«guardianes de la competitividad». Su objetivo común es establecer las
condiciones marco que permitan a las empresas europeas crecer y competir con
eficacia en un mercado global donde la competencia es feroz”. Según la
Comisión, “existen fuerzas económicas sobre las que los responsables de las
políticas de la Unión Europea no pueden ni deben influir demasiado”, de
manera que, “las deslocalizaciones y
demás ajustes son, en consecuencia, ineludibles, con las cargas sociales y
económicas que esto conlleva para las personas directamente afectadas”. En
2004 el 60% de las compañías alemanas con menos de 5.000 empleados ya habían
fundado plantas fuera de la UE, la mayor parte, en el centro y el este de
Europa. Willem Buiter, entonces economista jefe del BERD (desde 2005 fue asesor
internacional de Goldman Sachs y desde 2010 economista jefe de Citigroup) se
mostraba sorprendido por las pasiones que suscitaba la deslocalización. "Para mí es un misterio, porque siempre ha
sido así: las empresas producen donde es más barato y eficiente… los Gobiernos
tienen la obligación de no subvencionar ni proteger el trabajo que no tiene
sentido (…) y los trabajadores a su vez, deben estar dispuestos a desplazarse y
no pensar que un trabajo es para toda la vida". De nuevo, en 2005, la
Unión Europea volvía a lanzar el mensaje de que la fuga de empresas hacia el
Este era inevitable, esta vez, en un dictamen del Comité Económico y Social
llamado «Alcance y efectos de la
deslocalización de empresas» (2005/C 294/09): “Las empresas, como las personas,
abandonan su lugar de origen con un único propósito: mejorar (…) la ampliación
de la Unión Europea y, por consiguiente, del mercado interior impiden imponer
cualquier tipo de limitaciones a la deslocalización de empresas de Europa
occidental a Europa central y oriental.” Nada, pues, se puede hacer.
Fig.4: Carteles de protesta contra la deslocalización de Volkswagen en España y Francia. |
Bueno, sí, se puede
claudicar. Se puede ceder ante las presiones y amenazas del capital de llevarse
la producción a otra parte y favorecer lo que se llama la deslocalización inversa, es decir, aceptar peores condiciones
laborales para evitar que las empresas se marchen (fig.4). Ir desmontando
poco a poco, pero sin remedo ni oportunidad de oposición, todo lo conseguido en
materia de salarios, jornada y protección social. Todo, metido en ese eufemismo
de “flexibilidad laboral”. Y no otra cosa es lo que han ido aceptando sin
excepción los sindicatos españoles, italianos, franceses y alemanes. Daniel
Olmos, secretario internacional de la Federación de Comunicación y Transporte
de CC.OO en 2005 afirmaba:“Los sindicatos
no nos oponemos frontalmente a la deslocalización tecnológica, partimos de su
inevitabilidad”. UGT de Cataluña aconsejaba abiertamente más flexibilidad laboral para no perder los
empleos. Daimler-Chrisler, a cambio de mantener sus 160.000 empleos en Alemania
obligó a los sindicatos a aceptar la congelación salarial, la exclusión de los
convenios a los nuevos contratados y la extensión de la jornada laboral. Por su
parte, la alemana Siemens, prometió no deslocalizar 10.000 empleos a Hungría si
los trabajadores aceptaban más flexibilidad, extender la semana laboral de 35 a
40 horas y renunciar a las pagas extra de navidad y de vacaciones. Lo mismo
hizo la multinacional Bosh en Francia bajo amenaza de llevarse la producción a
la República Checa. Las naciones, “guardianes de la competitividad”,
colaboran con la deslocalización inversa creando las condiciones para que las
multinacionales no se vayan de los suelos patrios. El Gobierno francés
ofrecía exenciones a las cuotas a la seguridad social y desgravaciones fiscales
a las compañías que mantuvieran su actividad en el país y en Holanda, el
Gobierno pidió directamente a las multinacionales que hiciesen un decálogo de
medidas para detener la fuga de empleos a terceros países.
Pero las negociaciones de
los convenios colectivos fueron siempre muy polémicas porque cuanto más cedían
los sindicatos más pedían las multinacionales, y, por supuesto, si el acuerdo
no se producía, se acusaba del fracaso a los trabajadores por no haber sido
suficientemente flexibles, como hizo en 2006 el presidente de Navarra, Miguel Sanz,
cuando Volkswagen trasladó parte de la producción del Polo a Eslovaquia. Ni
siquiera la apelación al patriotismo o a hacer una política económica más
racional, más acorde con el ideal de la Europa social alcanzada en los últimos
años conseguía doblegar a las empresas. Las grandes empresas, como dejó bien
claro Eduardo Montes, presidente de
Siemens en España, incluso las europeas, no saben qué es eso de la Europa
social, “los grupos multinacionales no tienen política; solo tienen números y
realidades”.
Total, que seria mejor resucitar a Lenin...pero después del furbol y/o el Sálvame de lux
ResponderEliminar---o a Solón...incluso a Abraham Lincoln.
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