domingo, 1 de junio de 2014

Naciones establo (II): El mercado europeo

Junto al paro, analizado ya en el primer artículo de esta serie, existe otra estrategia que el capital esgrime con frecuencia para convencer a los trabajadores de que deben aceptar cada vez peores condiciones laborales: la competitividad. Este concepto se aplica de forma interesada en el mercado internacional entre las distintas naciones, como si éstas funcionasen como las empresas, y como si el comercio exterior entre los países fuese un juego de “suma cero” en el que no fuese posible entrar más que sacando a empujones a otros jugadores. De manera que, antes de seguir adelante, debemos saber exactamente de qué estamos hablando. Se han concebido muchas definiciones para el término competitividad según sean los sujetos obligados a competir, pero aquí nos interesa el concepto aplicado a las naciones. Así lo define la OCDE: “La competitividad de las naciones es el grado en que un país puede, bajo condiciones de mercado libre y transparente, producir bienes y servicios que son aceptados en los mercados internacionales, mientras simultáneamente mantiene e incrementa los ingresos reales de la población en el largo plazo”. La Unión Europea la define como «la capacidad de la economía para garantizar a la población un nivel de vida cada vez mayor y una tasa de empleo alta sobre bases sostenibles». Dicho de otro modo, la competitividad es compatible con el progresivo incremento de los salarios y con el mantenimiento de mercados laborales regulados y protegidos. O mejor aún, la competitividad “bien entendida” tiene un fin, el bienestar de la población, y no es un fin en sí misma. Es evidente que no es esta la definición que quieren oir los empresarios, aunque para ellos la competitividad tampoco sea el fin, sino el medio para hacer justo lo contrario: desregular el mercado laboral y bajar los sueldos, casi hasta el límite de, diría Adam Smith, la simple humanidad, aunque también aquí la expresión es confusa porque se trata del mínimo imprescindible para mantener a los trabajadores no como hombres, sino como obreros.

Rebajando el coste de la mano de obra, argumentan, se pueden bajar los precios de los productos y así conquistar cuotas de mercado. Pero, no sólo no hay garantías de que la rebaja del coste laboral repercuta en una bajada de los precios, sino que hemos debido olvidar que el precio del producto lo fija el empresario en función de una serie de costes, siendo el salario uno más, y a veces no el más importante. En los países desarrollados la participación del salario en el precio final de los productos está entre el 10 y el 15%. Recordemos que además están los costes en materias primas, energía, transporte, tecnología, investigación, publicidad y, por supuesto, el margen de beneficios. Así por ejemplo Nike pagaba en 2006 13 millones de euros al año a la selección nacional de fútbol de Brasil, y Adidas 1,5 millones de dólares al año a Zinedine Zidane. Mientras tanto, los trabajadores asiáticos que fabrican las botas de fútbol y otros elementos del equipamiento deportivo que llevan los jugadores cobraban sólo 3,76 euros por un día de trabajo. Por eso no hay duda de que detrás del argumento de la competitividad se esconde otra lucha; la que mantienen los trabajadores y el capital por el reparto de la renta producida. Sin un aumento de la productividad real, esta lucha sí es un juego de suma cero.

Fig.1: Aportación de la balanza
comercial al crecimiento del PIB, 1996-2012
Para probar esto es necesario examinar la importancia del sector exterior en la generación de riqueza y bienestar nacional. Es verdad que la aportación total del sector exterior al PIB se ha ido elevando en los últimos años hasta un 34% en 2014. Pero hay que añadir inmediatamente que en ese dato está incluida la balanza de bienes y servicios, y que si, tradicionalmente las cuentas se cerraban en positivo se debía a la aportación de los ingresos por turismo, no por nuestra capacidad exportadora. Es más, si hoy las exportaciones de bienes superan a las importaciones se debe en gran medida a la caída de éstas últimas. Por ejemplo, en 2013 tuvimos un superávit de 635 millones de euros. La explicación: las exportaciones apenas crecieron en 400 millones de euros (de 19.888 a 20.288 millones), mientras las importaciones de mercancías menguaban ocho veces más, en 3.480 millones (de 23.134 a 19.654 millones con respeto a 2012). Se podría argumentar que se está produciendo un fenómeno de sustitución, (de los bienes extranjeros por los nacionales), pero se da la circunstancia de que en estos años la demanda interna no ha parado de bajar, y sólo empezó a moderarse en 2013. Por otro lado, la aportación de las exportaciones al crecimiento del PIB anual es bastante modesta (fig.1). La aportación media de las exportaciones al crecimiento del PIB entre 1996 y 2007 fue de 1,7 puntos porcentuales, mientras que su aportación media entre 2010 y 2012 fue de 1,9 puntos. Si lo unimos al dato de las importaciones, resulta que la aportación total del sector exterior al crecimiento fue de -0,8 puntos entre 1996 y 2007 y de 1,7 puntos entre 2010 y 2012. Con estos datos, podemos subrayar la afirmación de Paul Krugman, cuando sostiene que “los niveles de vida de un país están muy claramente determinados por factores domésticos antes que por algún tipo de competencia en los mercados mundiales” (El Internacionalismo moderno. La economía internacional y las mentiras de la competitividad).

Sin embargo la excusa de la competitividad sí ha servido para bajar los salarios, según el BBVA, hasta un 7,1% desde 2010, al tiempo que aumentaban los precios de las exportaciones un 2,2% más que la media de los países desarrollados, y el índice de precios industriales español ha crecido igualmente un 2,5% más. Y así llegamos a la conclusión enunciada antes. La rebaja de los costes salariales de los trabajadores nacionales no sirve para abaratar precios y competir en el mercado exterior, sino para aumentar el margen de los beneficios del empresariado.

También es posible que no se trate de vender más y mejor en el mercado internacional, sino de atraer inversión extranjera o evitar que ésta se vaya abaratando la totalidad de los costes laborales nacionales. El objetivo entonces es convertir al país entero en una “ejército de reserva de mano de obra barata”, en un establo nacional que pueda competir con el resto de los establos de la economía globalizada. De nuevo, el insigne jefe de la patronal española nos pone en la pista del camino correcto. En un reciente debate con los sindicatos organizado por el diario El País, Joan Rosell defendía la “moderación salarial” con el siguiente argumento: En el tema laboral hay una cosa muy importante: Europa es la zona más social del mundo. El modelo europeo es el que hay, y es el que todos decimos que queremos conservar. Pero quererlo conservar no quiere decir que no lo podamos mover. Porque en el mundo, en este momento, tenemos una competencia que a veces es desleal, que es la globalización, con unas bolsas de pobreza en el mundo realmente abismales, y que están dispuestas a hacer lo que sea a unos costes prácticamente nulos. Y eso, pues es lo que hay. No es lo que nos gustaría, es lo que hay.

Pero, al contrario de lo que sugiere Rosell, la globalización está de parte del capital y en contra de los trabajadores de cada una de las naciones, y eso es justamente lo que se pretende. La globalización está obligando a competir a los trabajadores entre sí porque no entiende la competitividad ligada a la mejora de la productividad por medio de la inversión en investigación, nuevas tecnologías, maquinaria o energía, con los que podrían obtenerse “ventajas comparativas” para ganar cuotas de mercado, sino reduciendo los costes laborales.

Y esto es así porque la economía global funciona con las reglas establecidas por el capitalismo, aunque un capitalismo no exento de contradicciones. La teoría viene a decir que el mercado funcionará infinitamente mejor si no existen restricciones de ningún tipo a los factores de la producción, que se moverán aquí o allá buscando siempre mejorar en eficiencia y en rentabilidad. Y el sistema ha conseguido que el capital y las mercancías se muevan libremente por el mercado global, amparados por instituciones como la OMC, el FMI y el BM, que se encargan de que ningún país ponga obstáculos en su recorrido. Sin embargo, los que defienden con ahínco la libertad de circulación de mercancías y de capitales son los mismos que se niegan, ahora con ahínco redoblado, a aplicar los mismos principios a la mano de obra. Y no debe sorprendernos que en el sistema capitalista el dinero tenga más derechos que las personas, porque no hay que olvidar que la economía sólo necesita obreros, y en una economía globalizada para mantener su dominio sobre ellos necesita tenerlos recluidos y a disposición dentro de los límites de cada nación. “Para ser conducida con éxito”, afirma Marx, “la guerra industrial exige ejércitos numerosos que pueda acumular en un mismo punto y diezmar generosamente”.

Fig.2: La U.E y sus ampliaciones
La ampliación de la Unión Europea de 15 miembros a 25 y luego a 27 con la incorporación de la Europa Central y del Este brinda el ejemplo perfecto de cómo el mercado se impone a los trabajadores en esta “guerra industrial”. Aunque la decisión de ampliar la UE hacia el Este se tomó poco después de la caída del muro de Berlín, las negociaciones no empezaron hasta 1997. Las condiciones impuestas a los países candidatos para la adhesión, además de las consabidas de tipo político (Estado de Derecho, libertades….) incluían los criterios de convergencia económica del tratado de Maastricht relativos a la deuda, el déficit y la inflación. Aunque en 2002 aún no se habían alcanzado los criterios de convergencia, el Consejo Europeo de Copenhague decidió que 10 de los países candidatos (Chipre, Estonia, Hungría, Polonia, República Checa, Eslovenia, Letonia, Lituania, Malta y Eslovaquia) cumplían suficientes condiciones para ingresar en la UE aunque entrasen en el euro posteriormente y de forma gradual. Estos 10 países formarían ya parte de la UE en 2004 mientras que la entrada de Bulgaria y Rumanía se retrasaba hasta 2007 (fig.2). Durante todo este periodo los países candidatos recibieron ayudas e inversiones del Banco Europeo de Reconstrucción y Desarrollo (BERD) creado para facilitar la transición de sus economías al capitalismo, y prácticamente desde 1995, como reconocía la UE, sus productos industriales circulaban libremente por la Unión.

La incorporación de la Europa del Este a la UE se hizo sin prestar atención a las condiciones de sus respectivos mercados laborales. Salarios 7 veces más bajos que la media europea, jornadas más largas, y escasas redes de protección social y sindical convirtieron a los países del Este, con sus 110 millones de nuevos consumidores, en un bocado demasiado apetitoso como para que las empresas lo dejaran escapar. Pero, para aprovechar todas las oportunidades que se ofrecían al capital, era necesario que la mano de obra no pudiera moverse de sus países, y así se acordó retrasar durante 7 años la libre circulación de los trabajadores del Este. La moratoria para los primeros 10 países terminó en 2011, y para Bulgaria y Rumanía, no sin polémica, en 2014. Y así, las multinacionales empezaron desde muy pronto a deslocalizar la producción, o una parte ella, de sus fábricas de Europa Occidental para llevársela a Europa Oriental. Las instituciones europeas, lejos de intentar impedir el fenómeno, o, al menos, de intentar paliar los efectos sociales que causaba, alentaba la deslocalización, no sólo como algo inevitable en el marco de una economía de libremercado, global y competitiva, sino como la gran oportunidad que ninguna gran empresa europea podía dejar pasar. Aunque a veces se nos olvide que esta Europa no se construyó para los ciudadanos sino para los negocios, la lectura de sus documentos nos lo vuelve a recordar muy claramente. En un documento de la Comisión Europea publicado en 2002 y titulado La política industrial en la Europa ampliada (COM(2002) 714 final) puede leerse lo siguiente: “La industria de los Estados miembros actuales se ha beneficiado fuertemente de la perspectiva de la ampliación, aprovechando las nuevas oportunidades de inversión en los países candidatos y las posibilidades de utilización a un coste relativamente bajo de reservas de mano de obra altamente cualificada (…). Dada la mayor heterogeneidad de las estructuras salariales y de las cualificaciones tecnológicas que conocerá la UE ampliada, la industria contará con nuevas oportunidades para reorganizar la competencia”.

Fig.3: Coste laboral medio en la UE, 2004
Ese mismo año de 2002 Volkswagen anunciaba que trasladaba a Eslovaquia el 10% de la producción del Seat Ibiza que se fabricaba en la planta de Martorell, en Barcelona. Las ventajas, mano de obra cualificada a 3,06 euros la hora, unos 400 euros al mes (el coste laboral medio en la UE15 era de 22,2 €/h), una jornada laboral de 43 horas a la semana (UE15, 38h), y un impuesto de sociedades del 19% (UE15, 35%, fig.3). A Volkswagen le siguieron hacia Eslovaquia Peugot-Citroen, Hyundai, Samsung y Sony. Otras multinacionales como Siemens, Electrolux, Nokia, ACE, Kraft, Braun y otras, fueron deslocalizando empleos hacia Polonia, la República Checa, Hungría o Rumanía. Pero las instituciones europeas se mantuvieron impasibles ante el drama social que crearon las deslocalizaciones. Al contrario, siguieron insistiendo en que los gobiernos nacionales ni podían ni debían evitarlas. Para la Comisión Europea, en un documento de 2003 llamado Algunas cuestiones clave de la competitividad en Europa: hacia un enfoque integrado (COM(2003) 704 final), los estados miembros tenían “importantes papeles que desempeñar como «guardianes de la competitividad». Su objetivo común es establecer las condiciones marco que permitan a las empresas europeas crecer y competir con eficacia en un mercado global donde la competencia es feroz”. Según la Comisión, “existen fuerzas económicas sobre las que los responsables de las políticas de la Unión Europea no pueden ni deben influir demasiado”, de manera que, “las deslocalizaciones y demás ajustes son, en consecuencia, ineludibles, con las cargas sociales y económicas que esto conlleva para las personas directamente afectadas”. En 2004 el 60% de las compañías alemanas con menos de 5.000 empleados ya habían fundado plantas fuera de la UE, la mayor parte, en el centro y el este de Europa. Willem Buiter, entonces economista jefe del BERD (desde 2005 fue asesor internacional de Goldman Sachs y desde 2010 economista jefe de Citigroup) se mostraba sorprendido por las pasiones que suscitaba la deslocalización. "Para mí es un misterio, porque siempre ha sido así: las empresas producen donde es más barato y eficiente… los Gobiernos tienen la obligación de no subvencionar ni proteger el trabajo que no tiene sentido (…) y los trabajadores a su vez, deben estar dispuestos a desplazarse y no pensar que un trabajo es para toda la vida". De nuevo, en 2005, la Unión Europea volvía a lanzar el mensaje de que la fuga de empresas hacia el Este era inevitable, esta vez, en un dictamen del Comité Económico y Social llamado «Alcance y efectos de la deslocalización de empresas» (2005/C 294/09): “Las empresas, como las personas, abandonan su lugar de origen con un único propósito: mejorar (…) la ampliación de la Unión Europea y, por consiguiente, del mercado interior impiden imponer cualquier tipo de limitaciones a la deslocalización de empresas de Europa occidental a Europa central y oriental.” Nada, pues, se puede hacer.

Fig.4: Carteles de protesta contra la deslocalización de
Volkswagen en España y Francia.
Bueno, sí, se puede claudicar. Se puede ceder ante las presiones y amenazas del capital de llevarse la producción a otra parte y favorecer lo que se llama la deslocalización inversa, es decir, aceptar peores condiciones laborales para evitar que las empresas se marchen (fig.4). Ir desmontando poco a poco, pero sin remedo ni oportunidad de oposición, todo lo conseguido en materia de salarios, jornada y protección social. Todo, metido en ese eufemismo de “flexibilidad laboral”. Y no otra cosa es lo que han ido aceptando sin excepción los sindicatos españoles, italianos, franceses y alemanes. Daniel Olmos, secretario internacional de la Federación de Comunicación y Transporte de CC.OO en 2005 afirmaba:“Los sindicatos no nos oponemos frontalmente a la deslocalización tecnológica, partimos de su inevitabilidad”. UGT de Cataluña aconsejaba abiertamente  más flexibilidad laboral para no perder los empleos. Daimler-Chrisler, a cambio de mantener sus 160.000 empleos en Alemania obligó a los sindicatos a aceptar la congelación salarial, la exclusión de los convenios a los nuevos contratados y la extensión de la jornada laboral. Por su parte, la alemana Siemens, prometió no deslocalizar 10.000 empleos a Hungría si los trabajadores aceptaban más flexibilidad, extender la semana laboral de 35 a 40 horas y renunciar a las pagas extra de navidad y de vacaciones. Lo mismo hizo la multinacional Bosh en Francia bajo amenaza de llevarse la producción a la República Checa. Las naciones, “guardianes de la competitividad”, colaboran con la deslocalización inversa creando las condiciones para que las multinacionales no se vayan de los suelos patrios. El Gobierno francés ofrecía exenciones a las cuotas a la seguridad social y desgravaciones fiscales a las compañías que mantuvieran su actividad en el país y en Holanda, el Gobierno pidió directamente a las multinacionales que hiciesen un decálogo de medidas para detener la fuga de empleos a terceros países.


Pero las negociaciones de los convenios colectivos fueron siempre muy polémicas porque cuanto más cedían los sindicatos más pedían las multinacionales, y, por supuesto, si el acuerdo no se producía, se acusaba del fracaso a los trabajadores por no haber sido suficientemente flexibles, como hizo en 2006 el presidente de Navarra, Miguel Sanz, cuando Volkswagen trasladó parte de la producción del Polo a Eslovaquia. Ni siquiera la apelación al patriotismo o a hacer una política económica más racional, más acorde con el ideal de la Europa social alcanzada en los últimos años conseguía doblegar a las empresas. Las grandes empresas, como dejó bien claro Eduardo Montes, presidente de Siemens en España, incluso las europeas, no saben qué es eso de la Europa social, “los grupos multinacionales no tienen política; solo tienen números y realidades”.

2 comentarios:

  1. Total, que seria mejor resucitar a Lenin...pero después del furbol y/o el Sálvame de lux

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