Se ha cumplido ya un año desde que
el Partido Popular llegó al gobierno, y estamos asistiendo a un claro retroceso
en materia de derechos y libertades, por lo que parece necesario, y lamentable,
volver a recordar el sentido, la razón de ser que tienen los derechos
individuales en una sociedad supuestamente avanzada y democrática como la
nuestra.
Así pues, ¿qué son y para qué sirven los derechos individuales? Sólo se puede
contestar a estas preguntas recordando el origen de la democracia moderna. Contra
lo que pudiera parecer, el problema planteado por Rousseau y que él creía resuelto con el Contrato Social, sigue sin
resolverse, a saber: “Encontrar una forma
de asociación que defienda y proteja con la fuerza común la persona y los
bienes de cada asociado, y por la cual, uniéndose cada uno a todos, no
obedezca, sin embargo, más que a sí mismo y quede tan libre como antes”. El
Contrato Social permitió al hombre pasar del Estado de Naturaleza al Estado
Civil, pero aún hay que especificar la letra pequeña de ese contrato, aún hay
que llenar de contenidos concretos el concepto de Libertad, y aún hay que
decidir qué cantidad de gobierno es necesaria, justa y suficiente para cumplir
el principal cometido encomendado por el Contrato Social. Dicho de otra manera,
todavía en el siglo XXI, es necesario
explicitar qué parcelas de esa libertad han cedido los individuos al Estado, y
cuáles no. Y es necesario que este reconocimiento lo haga el Estado, que él
mismo reconozca sus límites, porque, habiendo adoptado la vida en comunidad
bajo unas normas que regulan y hacen posible la convivencia en sociedad, la
libertad del hombre ya no es la libertad natural, sino, en palabras de Montesquieu, “es el derecho de hacer todo lo que las leyes permiten”.
Bien, podemos decir ya entonces que
los “derechos”
son contenidos particulares de eso que hemos llamado libertad, y son derechos
porque tienen que estar reconocidos y protegidos por el Estado. A partir de
aquí hay que reconocer otro hecho. Si bien vivimos en sociedad gracias a ese
Contrato, y siendo la ley la “expresión
de la voluntad general” de esa misma sociedad, por lo que se ha admitido el
criterio de las “mayorías” para regular todo lo que concierne al “bien común”;
es igualmente cierto que la “voluntad general” no es la voluntad de “todos”, ni
de todos “conjuntamente”, por lo que el criterio de la “mayoría” no sería
aplicable en asuntos que atañen exclusivamente a la vida privada y a la
conciencia de los individuos. Sólo admitiendo la pluralidad y complejidad de
las sociedades modernas puede entenderse la utilidad de los derechos
individuales, pues son, en definitiva, la pieza que faltaba en el Contrato
Social de Rousseau, la pieza que resuelve el problema, y que permite la
convivencia entre la diversidad de los individuos que componen la sociedad,
donde las conciencias, las creencias, la moralidad, y hasta el sentido de lo
que es justo o injusto no tienen que ser coincidentes.
Aún a riesgo de ser demasiado
simplistas, pero para clarificar un poco las cosas, podemos decir que hay dos tipos de derechos:
Por un lado, aquellos que exigen una acción positiva por parte del Estado para
compensar las desigualdades socioeconómicas provocadas por el sistema
capitalista. Estos derechos fueron impulsados por la socialdemocracia y, hasta
ahora, eran generalmente aceptados y nunca se habían puesto en entredicho.
Además, son necesarios para garantizar la igualdad de oportunidades, una de las
señas de identidad de la democracia. Estos derechos se materializan en los
Servicios Públicos (Educación, Sanidad, Servicios Sociales, etc.), que, por
otro lado, pretenden asegurar unos niveles mínimos de vida digna a todos los
ciudadanos sólo por el hecho de serlo.
El segundo tipo de derechos son aquellos que no exigen una acción positiva
por parte del Estado, sino todo lo contrario, su inhibición, después de su
reconocimiento. Aquí podemos encontrar derechos individuales que tienen
cierta repercusión social, como la libertad de expresión, con lo que el Estado,
el Derecho, deberá matizar sus límites, pero existen otros derechos que de su
ejercicio no se deriva ninguna repercusión social, más allá de quien lo ejerce
y de su entorno familiar inmediato. Estos son los que se refieren a las
creencias y a la moralidad que cada individuo toma como guía de su comportamiento
y de su vida privada.
En
este último año los dos tipos de derechos han sufrido un claro retroceso. La Sanidad, la Educación y los
Servicios Sociales se están desmontando pieza a pieza y las desigualdades
sociales están aumentando. Con la merma
de estos derechos, la propia democracia se resiente y el ciudadano deja de
serlo.
También los derechos individuales están
en serio peligro, no sólo de no alcanzar su desarrollo, sino su propia
existencia tal y como habían sido reconocidos hasta ahora.
Bien, dado que los valores de los
distintos grupos sociales están en relación con su situación económica, cultural
y religiosa, los derechos individuales impiden que los valores de legitimación
jurídica de un grupo (lo que es justo o lo que no; lo que es moral y lo que
no), normalmente del grupo dominante, se impongan mediante coacción
(convirtiéndolos en leyes) al resto de grupos que no los comparten o que
claramente disienten de ellos. Así, los
derechos individuales que no afectan más que a quien los ejerce sólo cabría
restringirlos admitiendo que una parte de la sociedad puede arrogarse el
derecho de regular la vida privada de la otra parte según su propia opinión.
Sin duda alguna, esto supondría una vuelta a las cavernas de la intolerancia, y
un atentado a la democracia y a la libertad. El Estado habría impuesto una
suerte de despotismo moral sobre el conjunto de los ciudadanos.
Estamos hablando de derechos en los
que es prácticamente imposible conseguir un “consenso social”, como a menudo se
pretende y se argumenta para concederlos o no. Derecho al aborto, al matrimonio
homosexual, a la muerte digna, son derechos, libertades, para los que sin
embargo sí existe demanda social, y se adaptan a la realidad de la sociedad
actual, como decíamos antes, plural y compleja. Negar estos derechos,
argumentando que no hay consenso pero despreciando su demanda, no elimina la
realidad ni impedirá su ejercicio, pero los empujará a la clandestinidad, y
dejará en total indefensión a una buena parte de la sociedad, que actúa de
todas formas al margen de unas leyes de dudosa legitimidad democrática.
Si aún tenemos que escribir en
España el Contrato Social, se debe en gran medida a que tampoco hemos aprendido
nada de las lecciones de John Locke,
quien, en su Carta sobre la tolerancia
instaba a separar lo que no puede estar unido: El Estado y la Iglesia. Porque no hay ninguna duda de que las creencias
religiosas están detrás de la negativa al reconocimiento de determinados
derechos individuales, sólo porque chocan con la moralidad del gobierno de
turno. Al imponer sus creencias al resto de los ciudadanos se está
arrogando un derecho que en absoluto les fue concedido en ningún pacto, porque
no hay nadie tan estúpido que haya cedido al legislador su propia libertad,
hasta el punto de dejar su moralidad y su vida privada en manos de otra
persona.
Puesto que los derechos individuales
son de ejercicio voluntario y no obligan a nadie, aquellos que niegan la ampliación de los derechos individuales deberían
preguntarse cómo, de qué manera, la ampliación de los derechos a otras personas
disminuyen o coartan los suyos.