Sí, estamos en crisis. Y la crisis
se ha llevado por delante nuestro dinero y nuestros derechos. Y quizá algo más.
Tendremos que valorar qué más se ha llevado, en qué proporción, y cuánto
estamos dispuestos a pelear para detener esa sangría, de la misma manera que lo
estamos para detener el robo de nuestros ahorros y de nuestros derechos. Porque
las crisis como esta son capaces de sacar de nosotros lo mejor y lo peor, y en
estos últimos meses se ha resucitado una polémica que parecía resuelta y
olvidada. La INMIGRACIÓN, así, con
mayúsculas, asunto polémico donde los haya por la utilización partidaria e
interesada del fenómeno, usado con frecuencia para despertar fantasmas de todo
tipo (económicos, culturales, identitarios, etc.), al mismo tiempo que se
señala a un potencial adversario con el que supuestamente hemos de luchar para
salvaguardar nuestro propio bienestar. Sin embargo para tener una opinión ecuánime y justa sobre este asunto hay que imaginarse
un escenario económico favorable, olvidar la crisis actual y retroceder unos
cuantos años, exactamente hasta el año 2000. El futuro era, en aquellos
años, tan incierto como ahora, pero se sabía que los problemas a los que el
mundo se enfrentaba no tenían nada que ver con guerras, ni con armas de
destrucción masiva ni nada relacionado con la política. Tampoco la economía
parecía en aquellos años que fuera a traer los problemas que ahora padecemos.
En el año 2000 los problemas del futuro eran demográficos. El mundo que
conocíamos se iría al garete por los grandes desequilibrios demográficos
inherentes a los distintos grados de desarrollo económico del planeta. En
realidad, como veremos, esa bomba de relojería sigue activa, pero con un
tic-tac tan lento que no le interesa a los políticos abordarlo con decisión. Lo que sigue, son las cifras del horror, de
ese tic-tac lento, pero seguro hacia el desastre.
En marzo de 2000, Joseph Chamie,
director de la División de Población de la ONU, presentó un informe titulado Migraciones de sustitución: una solución para
países con población en declive. Basándose en los datos demográficos de
esos años, el informe hacía una extrapolación de los mismos para el 2050, y
concluía que el Viejo Continente sería para entonces mucho más viejo. A mitad
de camino, en 2025, Europa perdería 35 millones de habitantes, y España, al
final del periodo, en 2050, habría perdido más de 9 millones. Todo ello como
consecuencia del aumento de la esperanza de vida y del descenso del índice de
fertilidad. España sería el país más viejo del mundo, sustituyendo a Japón, con
una media de edad de 54,3 años, 16 más que la media mundial. El número de hijos
por mujer fértil en el año 2000 en España era el más bajo del mundo, sólo un
1,07, cuando la tasa de renovación generacional está en 2,1. Con estas
perspectivas, el modelo económico y social de Europa en general y de España en
particular resultaba insostenible. Así, si la proporción activo/inactivo
(jubilado) en el año 2000 era de 4 a 1, en el 2050 sería de 2 a 1, y en España
aún más baja, de 1,4 activos por 1 inactivo.
Joseph Grinblat, jefe de estudios de
Mortandad e Inmigración de la División de Población, y uno de los redactores
del informe, aseguraba que los gobiernos debían tomarse en serio estos datos y
adoptar medidas impopulares si querían conservar la fuerza de trabajo, como
retrasar la edad de jubilación, disminuir las pensiones y aumentar las
cotizaciones sociales. Claro que, cabía otra posibilidad, importar mano de obra
de otros países. Para España el informe
recomendaba 12 millones de inmigrantes, unos 240 mil al año. Pero, “asimilar tal cantidad de inmigrantes es
políticamente arriesgado y socialmente inaceptable”, según Grinblat, por
eso, cuestiones como el racismo o la identidad nacional debían abordarse con
estas nuevas perspectivas. Interesante. La
inmigración se presentaba entonces como la solución a nuestro problema, y el racismo como el verdadero problema, surgido
como reacción y oposición a la llegada de extranjeros.
Han
pasado doce años desde la publicación de aquel informe. ¿Ha cambiado algo?
Básicamente, no. A
pesar de los márgenes de error que toda previsión comporta, el informe de la
ONU tampoco había tenido en cuenta los efectos de los flujos migratorios,
sujetos a variables coyunturales difíciles de concretar en magnitudes estables y
constantes. Y esto es precisamente lo que ha pretendido hacer el Instituto
Nacional de Estadística (INE) en la Proyección de la Población de España a
Largo Plazo, 2009-2049, publicado en enero de 2010. Es interesante señalar que
la simulación habla de “población residente” en España, no de población
“española” y que se ha elaborado en base a un flujo inmigratorio anual constante
de 400.000 personas desde 2019. Mucho tienen que cambiar las cosas para que la
sociedad española acepte a casi medio millón de inmigrantes al año, aún así,
los resultados son tan alarmantes como el informe de la ONU del 2000. El grupo
de edad de los 64 años se duplica y pasa a representar el 32% del total. La
esperanza de vida aumenta en 6,5 años para los hombres y 5,8 para las mujeres,
quedando en 84,3 y 89,9 respectivamente. La tasa de dependencia (menor de 16 y
mayores de 64) subiría del 47,8 actual al 89,6%, de manera que por cada 10
personas que “residen” en España en edad de trabajar habría 9 personas
inactivas. El crecimiento natural de la población se haría negativo desde 2020,
de manera que hasta el final de la previsión la población sólo habría aumentado
en 2,1 millones. Todo esto a pesar de que el informe prevé un incremento
progresivo de la tasa de fecundidad, hasta 1,71, gracias a la inmigración,
puesto que aporta mujeres en edad reproductiva que tienen los hijos a una edad
más temprana que las españolas.
Para el conjunto de Europa las
tendencias también se mantienen. En la actualidad la tasa de fecundidad de los
27 países se mantiene por debajo de la tasa de renovación generacional, y 14 la
tienen por debajo de 1,5 hijos por mujer. Uno de cada cinco nacimientos de la
Unión es de madre extranjera. Y el número de personas mayores de 60 años crece
a un ritmo de 2 millones al año. La tasa de dependencia aumenta
progresivamente, siendo en la actualidad del 26%. Así, en 2008, por cada
ciudadano europeo mayor de 65 años había 4 en edad de trabajar, pero según las
previsiones de la Comisión Europea, en 2060 la proporción será de 2 trabajadores
por 1 jubilado. Márgenes de error aparte, estas son las cifras del tic-tac de
nuestra bomba demográfica.
Ahora hay que echar un vistazo a eso
que hemos llamado “fenómeno” de la inmigración. Los movimientos migratorios han
existido siempre, y seguirán existiendo siempre que haya desequilibrios y
desigualdades entre unas regiones y otras. Cuando se toma conciencia de esta
desigualdad, y siempre que haya esperanza de encontrar mejores condiciones de
vida, las personas viajarán en su busca, esperando también retrasar su propio
tic-tac, pues la suerte o la mala suerte de nacer en unas zonas y no en otras
puede suponer una esperanza de vida de hasta 20 y 30 años menos. Los países desarrollados no pueden detener
la inmigración, no pueden evitarla ni resolverla. Sería tanto como decir
que van a acabar con el hambre y la miseria en el mundo, o que se acabarán las
guerras. No, los países desarrollados sólo pueden intentar encauzar la inmigración,
controlarla y aprovecharla. Y eso pretenden, con poco éxito, las leyes de
extranjería de Europa y de España. Estas leyes intentan resolver al menos tres
problemas. Qué barreras, físicas y administrativas, imponer en sus fronteras
para controlar y cuantificar la llegada de inmigrantes, qué derechos conceder a
los extranjeros mientras se les sigue considerando como tales, y de qué manera
promover la integración de los inmigrantes y la convivencia con los nativos evitando
el rechazo y la xenofobia, porque, no debemos olvidarlo, este es el verdadero
problema, el que de verdad habría que resolver. Hay que decir también que la
imposibilidad real para hallar una solución al primer problema complica
enormemente el segundo. Porque es la propia ley quien decide a quien admite y a
quien no, es decir, a quien da papeles y a quien no se los da, aunque el
inmigrante esté ya residiendo dentro de sus fronteras. La fábrica que produce
“inmigrantes regularizados” es la misma que produce “inmigrantes irregulares”.
En
España está en
vigor la Ley de Extranjería aprobada en el año 2000 y modificada en el 2003 y
en el 2009. La ley, para controlar el flujo de inmigrantes, estableció el
sistema de cupos o contingentes, que fijaría el gobierno cada año después de
oír las demandas de empleo de los empresarios, hasta una máximo de 30 mil al
año, entre contratos para empleos temporales y empleos estables. La cantidad
está muy por debajo de las recomendaciones de la ONU, y mucho más lejos aún de
las proyecciones de INE para compensar el envejecimiento y la pérdida de
población en España. El sistema de contingentes no sólo se mostró incapaz de
controlar la llegada de inmigrantes sino que agravaba enormemente el problema
de la “irregularidad”, primero, porque no se ajustaba a las demandas reales de
la economía española de esos años de burbuja y fiebre constructora, y, segundo,
porque los empresarios no utilizaban el sistema de los contingentes que les
obligaba a contratar en los países de origen, y siempre para aquellas
actividades para las que no existiera demanda en el mercado laboral español, es
decir, que hubiera españoles en paro para las ocupaciones demandadas por los
empresarios. Pero la realidad, como siempre, ha hecho añicos las formalidades
de la ley. Si vamos al inicio del periodo, en
el año 2000 España tenía un 9,56% de paro, pero ese mismo año quedaron vacantes
100 mil puestos de trabajo en los sectores en los que había más de 200 mil
personas en paro (construcción, servicios y agricultura). Es evidente que
los españoles rechazaban esos puestos de trabajo porque tenían, teníamos, quizá
hay que seguir hablando en pasado, expectativas de empleo más altas que los
inmigrantes. Pero es que la tendencia ha continuado desde entonces. Entre 2002
y 2008 sólo se formalizaron por la vía del contingente 96.604 contratos de
trabajo estable a extranjeros. Y ha servido para cubrir lo que se llama “nichos
laborales”, sectores de actividad que, pese a la tasa de desempleo existente,
no son cubiertos en su totalidad por trabajadores españoles: construcción,
hostelería, servicios domésticos y trabajos de temporada. Es evidente que la
diferencia hasta cubrir la demanda real se ha realizado con contratos
“irregulares” a inmigrantes “irregulares” que ya estaban en suelo español. Esta
evidencia ha obligado a los distintos gobiernos, desde 1986 hasta 2005, a
promover campañas de regularización basadas en el arraigo y la residencia, aflorando
así gran parte de esa inmigración que las autoridades se negaban a reconocer. De
manera que hoy, en 2012, hay 5.711.040 extranjeros según los registros del
padrón, de los cuales, 3.270.198, el 57,3% del total, son extracomunitarios.
En
cuanto a la concesión de derechos a los inmigrantes, las leyes han sido bastantes
restrictivas, reacias a concederlos, y han hecho falta al menos tres
sentencias del Tribunal Constitucional (en 1984, 1987 y 2007) para adaptarlas a
la Constitución Española, a las directrices de la Unión Europea, y sobre todo a
los convenios internacionales sobre Derechos Humanos. Aquí el problema es delimitar aquellos derechos que son esenciales para el
mantenimiento de la dignidad humana de aquellos que no lo son. Así el TC
hizo una partición tripartita de los derechos constitucionales distinguiendo
los derechos de cualquier persona con independencia de su situación
administrativa, de aquellos que requieren la plena regularización, y de
aquéllos que sólo pueden disfrutar los españoles o nacionalizados. Las modificaciones
se han introducido en la ley actualmente en vigor, aprobada en diciembre de
2009 y modificada a su vez por el decreto de abril de 2011. La sola enumeración
de los derechos reconocidos a las personas sólo por serlo debería bastar para
espantar muchos fantasmas, y disipar dudas y recelos. Porque no corresponde a
ningún gobierno en particular decidir qué es o no es persona. Porque la condición de “ser humano” no depende de
que tenga o deje de tener un papel. Y no corresponde a los Estados otorgar
derechos, pues es un acto tan arrogante como quitarlos. A los gobiernos sólo
les corresponde reconocerlos y protegerlos, y mucho más en aquellos Estados
que viven en democracia y se muestran orgullosos de su Estado de Derecho. Así, según
la ley actual, los derechos esenciales
para salvaguardar la dignidad de las personas son la vida, la integridad
física y moral, la intimidad personal y familiar, la libertad de conciencia,
culto y religión, la asistencia sanitaria básica para todas las personas y
plena para los inscritos en el padrón, la educación en todos los niveles (hasta
los 16, un deber, desde los 16, un derecho), la libertad de circulación, de
reunión, manifestación, huelga y asociación.
Así
ha sido hasta ahora.
Desde el 1 de septiembre entrará en vigor la reforma de la sanidad aprobada en
abril de este año en el que se anula el artículo 12 de la Ley de Extranjería
referido a la asistencia sanitaria a los extranjeros, dejando fuera del sistema
a los inmigrantes irregulares. Su número varía según las fuentes. El País lo
estima en 150 mil personas cruzando los datos del padrón y los de la Seguridad
Social; El Mundo, los cruza con el balance oficial de permisos de residencia y
da una cifra muy superior, de más de medio millón de personas. Pero, ante las
protestas, el gobierno ha rectificado y ahora dice que recibirán asistencia
sanitaria si pagan por ella: 710 euros al año los menores de 65 años, y 1.864
euros a partir de esa edad. Es incongruente e inmoral. Resulta que para el gobierno los inmigrantes irregulares
no existen como personas, no tanto como para reconocerles sus derechos, pero sí
para vendérselos. Me faltan los calificativos.
En cualquier caso, aprovechando el
contexto de la crisis, como ya ha ocurrido en otras materias, el nuevo
reglamento supone una vuelta atrás en materia de derechos y libertades, y
vuelve a destapar la caja de Pandora de la inmigración que tan “buenos
resultados” ha dado siempre desde posiciones políticas conservadoras. Lo que
está pasando es, como suele decirse, de libro, y sorprende que una buena parte
de la sociedad española haya caído en la trampa. Nos quieren convencer de que
no hay dinero, de que los servicios públicos son insostenibles, por lo que
tienen que quitárnoslos poco a poco y hacernos pagar por lo que ya pagamos con
los impuestos, y ahora, para distraer nuestra atención y orientar nuestra
posible rabia y frustración nos señalan un objetivo, el inmigrante, antes, en los
años de bonanza un colaborador, y ahora, en los años de crisis, un potencial
competidor. El gobierno ha lanzado al
pueblo un solo hueso para alimentar el enfrentamiento mientras oculta la carne.
Y el pueblo se ha lanzado a defenderlo
rugiendo y mordiendo. Porque también a los españoles la reforma de la
sanidad nos ha arrebatado la condición de ciudadanos y nos la han cambiado por
la de asegurados y clientes. Pobres contra pobres. Unos pobres acusando a otros
de su propia desgracia, porque la crisis nos ha afectado a todos por igual. Y
así el inmigrante, que siempre ha trabajado en aquello que el español
desechaba, ahora sobra, y “no sabemos
qué hacer con él”. Quizá por eso el nuevo reglamento de extranjería aprobado
por el gobierno apuesta por “fomentar y
garantizar la movilidad y el retorno voluntario de los inmigrantes”. Pero
hay quien no quiere esperar al retorno voluntario y defiende la expulsión
directa para los inmigrantes en paro. Este indicador de xenofobia ha crecido hasta
situarse en el 43% en 2010 frente al 30% de 2009, según datos del Ministerio de
Trabajo e Inmigración
Parece
que la crisis sí se nos está llevando algo más que dinero y derechos. Se está
llevando los propios, y la capacidad de reconocer los ajenos. Además debe haberse llevado la capacidad
de razonar y de mirar la realidad con sentido crítico. Pero incluso aunque así
fuera, ¿qué pasa con nuestra memoria, no sólo de lo pasado, sino del futuro,
porque España vuelve a ser un país de emigrantes? ¿Qué ha pasado con los
sentimientos de compasión y solidaridad? Lo
normal, cuando se ha sufrido o se teme sufrir, es compadecerse de los que
sufren. “Porque no ignoro las
desgracias, sé socorrer a los miserables”, escribía Virgilio en la Eneida. Las cosas no han cambiado mucho desde
entonces. El Hombre es el mismo en todas partes, y, como afirmaba Rousseau, el pueblo es el que compone
el género humano, y lo que no es pueblo es tan poca cosa que apenas merece la
pena tenerlo en cuenta. Por eso hay que defender siempre los Derechos Humanos,
incluso en épocas de crisis con más fuerza que en las épocas de bonanza. Porque
la declaración de derechos es por reciprocidad una declaración de deberes, “pues cualquiera que sea mi derecho como
hombre es también el derecho de otro, y yo paso a tener el deber de garantizar
además del de poseer” (Thomas Paine).
Por eso estoy firmemente convencido de
que defendiendo la dignidad de los inmigrantes estoy defendiendo al mismo
tiempo la mía.