En su discurso a las cortes
constituyentes de la Segunda República del 4 de septiembre de 1931, Ortega y Gasset decía: “No pido la organización de España en grandes
regiones por razones de pretérito, sino por razones de futuro”. Pretendía
con ello ofrecer la mejor solución relativa posible al “problema catalán”, esa
“pequeña isla de humanidad arisca”,
como la calificó en otro discurso de mayo de 1932 en el que se debatía la
autonomía para Cataluña: “Y una vez que
imaginaba a España organizada en nerviosas autonomías regionales, entonces me
volvía al problema catalán (…) y hallaba que, sin premeditarlo, habíamos creado
el alvéolo para alojar el problema catalán…y lo habríamos puesto en su justa
medida. Por otra parte, Cataluña habría recibido parcial satisfacción, porque
quedaría solo, claro está, el resto irreductible de su nacionalismo”. Pero
Ortega conocía muy bien la historia, y por eso afirmaba que el problema catalán
no es un problema que se pueda resolver, sino sólo “conllevar”: “Lo único serio que unos y otros podemos
intentar es —decía— arrastrarlo
noblemente por nuestra Historia”.
Y
aquí estamos de nuevo, arrastrando el mismo “problema”, pero no es Cataluña el problema,
el problema es España,
el problema es que llevamos más de cinco siglos discutiendo qué cosa sea este “sustento geográfico” que acoge a
catalanes, vascos, gallegos, navarros, castellanos, andaluces, aragoneses y
valencianos; y el problema es, en fin, que la crisis actual y el desconocimiento
de la historia y de lo que somos amenazan con otro castigo histórico; o
recentralización o separatismo, y nunca ha habido lo uno sin lo otro, como Caín
y Abel. Otra vez, como aventuraba Ortega, estamos frente a frente, “la España arisca y la España dócil”.
Y, sí, la Historia nos castiga. “A la democracia en España”, decía Miguel Roca en mayo de 1978, “no se le ha dado la oportunidad de
asentarse, se le ha negado el derecho al error”; y especialmente en estos
dos últimos siglos, la historia nos ha castigado con pronunciamientos
militares, golpes de estado y dictaduras, y la última nos ha durado todo un
Tránsito por el desierto. Por eso, aseguraba Roca, era necesario abrir en
España un proceso constituyente “para
reencontrar la historia interrumpida”, pues, de otro modo, “sería tanto como negar la historia y decir
que todo empezó en 1939”. Pero la discusión de qué cosa sea España para
encontrar una organización territorial y administrativa acorde a esa realidad
supuesta o admitida no empezó en 1939, ni, por supuesto, en 1977, como algunos
creen, ni siquiera en la República de 1931; empezó hace ya más de cinco siglos,
con los Reyes Católicos. Ya entonces
se decía que la monarquía española era “un
cuerpo unificado de muchos elementos y trozos”, pero Castilla era en realidad el cuerpo de
España, “pues las demás regiones son los
pies y los brazos”. Afirmación que recuerda aquella otra de Ortega en La España invertebrada: “No se le dé más vueltas, España es una cosa
hecha por Castilla (…) nada hay tan conmovedor como reconstruir el proceso
incorporativo que Castilla impone a la periferia peninsular. Desde un principio
se advierte que Castilla sabe mandar”. Y aunque Castilla supo imponer y
mandar, en realidad, a duras penas, lo importante es que desde entonces quedaron asociados en nuestra historia, la de las ideas
y los hechos, dos binomios antagónicos: centralismo-absolutismo versus federalismo-democracia. Y las
Cortes constituyentes de nuestra reciente democracia (del 26 de octubre de 1977
al 31 de octubre de 1978) más se parecían a una facultad de historia que a una
asamblea de representantes del pueblo. Allí se trajo a la memoria la unión
“federal” de Castilla y Aragón, y el centralismo de Felipe II, del Conde-Duque
de Olivares y de Felipe V, para
los catalanes, “de mala memoria”. También se recordaron los debates
constituyentes de la Segunda República
y los que rodearon la aprobación del estatuto catalán de 1932, Azaña,
Ortega….y, por supuesto, la dictadura de
Franco. Por eso, pocas dudas tenían nuestros constituyentes de que
restaurar la democracia en España pasaba ineludiblemente por restaurar el
Estado de las Autonomías. Jordi Pujol
en su discurso en el pleno del Congreso del 27 de julio de 1977, pedía a la
cámara, en la “euforia del encuentro con
la democracia”, que reflexionase sobre un hecho “incontrovertible"; y es que
“autonomía y democracia en España son
inseparables”. Y así lo admitieron todos los grupos representados en la
cámara sin excepción. La futura constitución democrática debía definir “un marco autonómico capaz de responder
generosamente a las aspiraciones y derechos de los diversos pueblos que
componen España”, como defendía Felipe
González en el mismo pleno. Mientras que la descentralización se admitía ya
como un principio indiscutible de la restauración de la democracia, las
constantes alusiones a la dictadura de Franco levantaba ampollas entre los
diputados de Alianza Popular. Manuel
Fraga consideraba “de escasa utilidad
para España el debatir lo ya pasado”, y se negaba a “participar en infecundos debates retrospectivos”. Visiblemente
molesto, se negaba a “recordar cada día
nuestra lealtad a una época que ya sólo la Historia puede juzgar, y que, en su
conjunto, consideramos una etapa relativamente positiva para la historia de
España”. Licinio de la Fuente,
antiguo ministro de trabajo de Franco, en la sesión del 12 de mayo de 1978
decía sentirse profundamente dolido “porque
para defender determinadas posturas se tenga que estar ofendiendo,
desnaturalizando y tratando injustamente lo que ese régimen ha hecho en España,
cuyo balance todavía es pronto para conocerlo”.
Los miembros de la Ponencia Constitucional |
Con
la restauración de las Autonomías se pretendía además avanzar en el proceso
democrático, llevarlo
hasta sus últimas consecuencias posibles para hacer realidad el concepto de
Soberanía Popular, pues se trataba de
acercar la democracia a los ciudadanos para hacerlos partícipes y responsables
de la gestión de los asuntos que les afectaban directamente. Pero no se
trataba de un regionalismo impuesto
desde arriba, como se hizo en la Primera República, o como también defendía
Ortega, como medio para movilizar en “vitalidad
pública a los pueblos cansinos”, sino de un regionalismo surgido desde
abajo, rescatando las mismas intenciones de la Segunda República, un mecanismo
de devolución y redistribución del poder político y económico entre todos los
ciudadanos. Quien mejor lo expresó, sin duda, fue el diputado de la Candidatura
Aragonesa Independiente, Hipólito Gómez
de las Roces. “La regionalización
permitirá una mayor participación democrática en la gestión pública,
enriqueciendo la existencia de centros de decisiones ejecutivas y aproximando
la solución del problema a la base que lo padece, de suerte que todos también
nos sintamos responsables y no sólo acusadores”. Pero, advertía, el tema
autonómico debía abordarse “con
generosidad”, de modo que fuese posible alcanzarlo para todos los
territorios, pues “la igualdad que tanto
predicamos exige que las autonomías se construyan alejando cualquier sombra de
privilegio”.
Se mostraba así el apoyo a un
proceso que ya estaba en marcha, pues, al mismo tiempo que en las Cortes se
discutía el modelo de Estado y el proyecto de Constitución para la naciente
democracia, el gobierno de UCD procedía
a la restitución de las Autonomías aprobadas por la Segunda República, y por ello
consideradas “históricas”. Así, el 29 de septiembre de 1977 se restituyó la
Generalitat de Cataluña y se promovió la vuelta de su presidente en el exilio, Josep Tarradellas. A su toma de
posesión, el 24 de octubre de 1977, acudió el presidente Adolfo Suárez: “Hoy es un día
histórico para Cataluña y para España (…) por primera vez desde hace siglos el
hecho catalán se aborda desde el Gobierno de la Monarquía y desde Cataluña sin
pasiones, sin enfrentamientos,… si fue Felipe V quien firmó el Decreto de Nueva
Planta que anulaba las instituciones autonómicas, ha sido el rey don Juan
Carlos I quien las ha devuelto”. En
diciembre de 1977 se concedió igualmente la preautonomía para el País Vasco, y
en marzo del año siguiente le llegó el turno a Galicia. Algunos sectores de la
derecha, e incluso dentro de la propia UCD defendían detener aquí el proceso
autonómico, pero el hacerlo extensible a todas las regiones que la solicitasen
fue defendido con tenacidad por Manuel
Clavero Arévalo, presidente del Partido Social Liberal Andaluz, y Ministro
para las Regiones desde julio de 1977. El ministro era partidario de la fórmula
“Autonomía para todos”, que luego se
convirtió en la más conocida del “café para todos”, y que ahora se
utiliza de forma despectiva para menospreciar demasiado alegremente todo el
proceso descentralizador llevado a cabo por el gobierno de la Transición. Pero
entonces, la fórmula “Autonomía para todos” se caracterizaba, en palabras del
propio ministro, “por el reconocimiento
del derecho de autonomía para todos y por la ausencia de privilegios y
discriminaciones para nadie”. Y así, antes de la redacción y aprobación de
la Constitución, entre marzo y abril de 1978 se aprobaron las preautonomías de
Valencia, Aragón, Canarias, Andalucía, Baleares, Extremadura y Castilla y León.
Luego vinieron todas las demás.
Al mismo tiempo que el gobierno
impulsaba este proceso autonómico, en las Cortes se debatía el proyecto de Constitución. El primer
obstáculo importante que hubo que salvar fue el referido al artículo 2. En él se definía el modelo
de Estado, y de él dependía el tipo y el alcance de la descentralización que se
desarrollaba en otros artículos y que, de todas formas, ya estaba en marcha. En
el anteproyecto de Constitución el artículo decía: “La Constitución se fundamenta en la unidad de España y la solidaridad
entre sus pueblos, y reconoce el derecho a la autonomía de las nacionalidades y
regiones que la integran”. Fraga
presentó un voto particular en contra de la introducción del término “nacionalidades”,
pues, a su juicio, el término “región autónoma” era más que suficiente para
describir la base geográfica e histórica de las autonomías, y era el único
término empleado en la Constitución de 1931: “No puede aceptarse más que una Nación, España; y una nacionalidad, la
española. Lo otro nos lleva a planteamientos tan complejos, delicados y
cargados de dificultades de futuro como el principio de las nacionalidades o el
derecho de autodeterminación, que sería deseable evitar, al servicio de la
sagrada e indestructible unidad de España”. También el filósofo y senador Julián Marías puso el grito en el cielo
porque en el anteproyecto no aparecía por ningún lado el concepto Nación
vinculado a España, arrojando por la borda, decía, y “sin pestañear, la denominación cinco veces centenaria de nuestro país.
Me pregunto hasta dónde puede llegar la soberbia -o la inconsciencia- de un
pequeño grupo de hombres, que se atreven, por sí y ante sí, a romper la
tradición política y el uso lingüístico de su pueblo, mantenido durante
generaciones y generaciones, a través de diversos regímenes y formas de
gobierno”. Las presiones ejercidas desde dentro y desde fuera de la Cámara
tuvieron efecto, y el artículo quedó tal cual lo leemos hoy, recordemos: “La Constitución se fundamenta en la
indisoluble unidad de la Nación española, patria común e indivisible de todos los españoles, y
reconoce y garantiza el derecho a la autonomía
de las nacionalidades y regiones que la integran y la solidaridad entre
todas ellas”. Como se ve, todo un texto de consenso que, por contentar a
todos, no gustaba a nadie,…. y por eso se aprobó. Al senador vasco Juan María Bandrés, el artículo le
recordaba “la grandilocuencia de las
peores etapas franquistas”. El término “nacionalidades”, que tan poco
gustaba a los diputados de Alianza Popular, era una concesión a la minoría
vasco-catalana que pretendía así reconocer un grado más elevado de identidad
cultural, por encima del que pudieran tener el resto de las llamadas
“regiones”. Y aunque socialistas, comunistas, y los diputados de UCD con el
gobierno a la cabeza, pretendían limitar el alcance del término nacionalidades
únicamente “como expresión de identidades
históricas, lingüísticas y culturales”, para catalanes y vascos era la
aceptación de una realidad que consideraban indiscutible, que España era un
Estado plurinacional, y que el término nacionalidades, como temían los
diputados conservadores, se refería a “naciones
sin Estado” que podían más adelante reclamar el derecho de
autodeterminación. A andaluces y aragoneses les molestaba el término
nacionalidades en la Constitución, no por el peligro de separación que
conllevaba, sino por el privilegio y distinción que admitía. Gómez de las Roces, de Candidatura
Aragonesa Independiente, se preguntaba: “¿Qué
serán las nacionalidades que no serán las regiones, si en el anteproyecto de
Constitución no se dice que vayan a ser otra cosa?”. La réplica, la daba el
diputado de Esquerra Republicana de Cataluña, Heribert Barrera: “Es una trampa
peligrosa crear conmensurables nacionalidades y regiones; lo son en dignidad y
en derechos, evidentemente, pero no en naturaleza ni en aspiraciones”.
Hoy,
al amparo de la crisis económica que padecemos, esas aspiraciones han vuelto al
primer plano de la política española y han resucitado el debate tantas veces
interrumpido, acallado o aplazado, que es en realidad lo que hizo la
Constitución de 1978.
Entonces se creó un modelo de Estado en parte centralizado, en parte
regionalizado, y en parte federalizado. Y los que defendían un modelo de Estado
federal aceptaron la Constitución como un adelanto histórico frente a la
dictadura reciente que aún proyectaba su sombra sobre la democracia, y “porque un día podía ser federal, ya que es
federable”. Intentando encauzar esas aspiraciones el PSOE acaba de
presentar una propuesta de reforma de la Constitución para hacer de España un
Estado federal, dentro de su programa de renovación general al que llama “Ganarse el
futuro”. Pero sus detractores creen que es ir hacia atrás, y recuperan el
argumento con el que Miguel de Unamuno
se oponía al federalismo en España en 1931: “Lo que aquí se llama federar es desfederar, no unir lo que está
separado, sino separar lo que está unido”. Y como respuesta a las ideas y a
los mecanismos de recentralización económica impulsados desde Madrid para
contener el gasto de las Autonomías, Esquerra Republicana de Cataluña ha
presentado a su vez una ponencia en la que defiende la instauración de una
República independiente. Y de nuevo ha estallado el debate. Aún estamos discutiendo lo que es o no es España. Quizá, como
reclamaba Xabier Arzalluz en el
debate al anteproyecto constitucional en mayo de 1978, “es evidente que por encima de las denominaciones hemos de encontrar el
encaje exacto de las realidades sin discutirlas, ensamblándolas
convenientemente. Porque todo ello es posible”.
El problema no es crear un nuevo estado sino hacer un estado nuevo...
ResponderEliminarMás allá del juego de palabras, y sin saber a dónde nos llevan esos puntos suspensivos, parece que nos encontramos en una encrucijada importante, histórica, diría yo. Sólo veo tres opciones, tres caminos. No sabemos a dónde nos conduce ninguno de los tres, pero dos de ellos están demasiado oscurecidos por las sombras que se adivinan nada más poner el pie. De modo que lo mejor es coger el tercero: avanzar en el federalismo y completar la tarea que se inició en la Transición.
EliminarCómo decia Arzallus, el "encaje exacto" es, ha sido y será, la piedra de toque para que este pais pueda tener un futuro diferente a su pasado. Es necesario, y casi me atreveria a decir imperativo, dedicar todos los esfuerzos posibles a conseguir el tránsito final al estado federal. La cuestión a dilucidar, en todo caso, seria que entendemos por estado federal.
EliminarTriste y significativo son las palabras de Fraga que, para evitar la separación puso los elementos que han conseguido que sea más factible aquello que queria evitar. La profecia autocumplida.
Es triste, pues, tener que escuchar en estos lares, el considerarse independentista a su pesar de uno mismo, pues demuestra un fracaso colectivo en nuestra convivencia mútua.
Sin embargo, incluso en lo más profundo de la tempestad, hay rayos de sol que permiten vislumbrar alternativas posibles.
Por suerte no estamos en la época de Ortega y Gasset y creo que hay posiblidades reales de superar la conllevancia. Aprendamos de los errores producidos en los 35 años últimos y veamos como podemos mejorar el futuro.
Pues como dijo Miquel Roca, tenemos derecho a equivocarnos.